El 7 de agosto de 1967, la
subcultura hippy recibió el equivalente de una bendición papal. George
Harrison hizo una visita rápida al barrio de Haight-Ashbury, en San Francisco.
Habló con la gente, tocó la guitarra y posó para el fotógrafo que le
acompañaba.
De alguna manera, todo
aquello también era consecuencia de la beatlemanía: buena parte del rock
de San Francisco estaba confeccionado por folkies, músicos de guitarra
de palo que se electrificaron tras ver ¡Qué noche la de aquel día!
Curiosamente, un año antes, los Beatles habían dado su último concierto en la
ciudad californiana, pero entonces viajaban en una burbuja y no se enteraron de
lo que allí estaba fermentando.
Digamos que, ya en
1966, cristalizaba una rebelión contra los valores dominantes en la sociedad
estadounidense, un rechazo de las instituciones (y si preguntaban los motivos,
una respuesta inmediata: Vietnam, una guerra insensata desarrollada por
tecnócratas).
Pero estas posturas no se
distanciaban mucho de las de la Nueva Izquierda, afincada en la adyacente
Berkeley y otras universidades. Lo extraordinario de San Francisco era la
congregación de disidentes dispuestos a explorar nuevas formas de trabajo, de
relaciones sexuales, de realización personal.
Sí, tenían conexión con los beats
de la era Eisenhower, aunque esos veteranos les miraban con condescendencia.
Les llamaron hippies con un matiz despectivo, como si fueran una
versión degradada de aquellos hipsters retratados por Jack Kerouac y
celebrados por Norman Mailer.
Nada de eso molestaba a los hippies.
En comparación con las pandillas de beatniks, se sabían un movimiento
masivo, producto del baby boom de posguerra. No habían conocido las
estrecheces y se enfrentaban a un futuro donde —según la cantinela de los
futurólogos— robots y máquinas harían el trabajo desagradable, convirtiendo la
gestión del ocio en un problema central. Disponían de una música, una moda, una
jerga propias. “Una vida mejor gracias a la química”, el lema publicitario de
los años cincuenta, se había materializado en la píldora anticonceptiva y en
drogas como el LSD, legal hasta octubre de 1966.
La joven Judy Smith, en el
parque Golden Gate, de San Francisco, el 21 de junio de 1967. Robert W. Klein AP
Barrio bonito y barato
En San Francisco, se
concentraron en Haight-Ashbury, un barrio bonito. Y barato: abundaban las casas
llamadas “victorianas”, construidas después del terremoto de 1906, ahora
desechadas por la clase media con aspiraciones. La ciudad siempre presumió de
su tradición de tolerancia y eso evitó los automatismos represivos que habrían
ahogado proyectos similares en otras latitudes. De hecho, el mote de “la
generación del amor” fue una ocurrencia del jefe de policía de San Francisco,
impresionado ante la elocuencia de sus cabecillas.
Esto es importante. El hipismo
tuvo la buena fortuna de contar con gente audaz y preparada. Visionarios de la
categoría de Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco,
que difundió el LSD como una experiencia festiva y comunitaria. Eficaces
organizadores de eventos como Bullí Graham, luego principal promotor de
conciertos de rock en Estados Unidos. Más criaturas voluntariamente marginales,
como Augustus Owsley III, fabricante de millones de dosis de LSD de máxima
calidad, o Emmett Grogran, inspirador de los Diggers anticapitalistas. Y toda
una gama de gente que, enfrentada a la artrosis del sistema, tomó decisiones
valientes: pensemos en el madrileño Ramón Sender, hijo del exiliado Ramón J.
Sender, que invirtió sus escasos ahorros para poner en marcha el San Francisco
Tape Music Center, el laboratorio de música electroacústica.
A primera vista, el
Haight-Ashbury de finales de 1966 era un experimento social marcado por la
promiscuidad y la abundancia de drogas.
Esa carnaza, unido a la
atractiva estética de sus protagonistas, hizo que funcionara como imán para los
medios. De rebote, San Francisco se convirtió en una meca para adolescentes
frustrados, dispuestos a escaparse de sus casas. Fueron los reportajes de
prensa y TV los que hicieron la labor de promoción: aunque Jefferson Airplane
publicaría sus mayores éxitos (Somebody to love, White rabbit)
en 1967, el rock de San Francisco solo lograría impacto nacional tras el Verano
del Amor.
Flores en el pelo
Así que las cabezas pensantes
se imaginaron cómo sería el verano de 1967 y planearon una respuesta a lo que
percibieron como lo que ahora llamaríamos una crisis humanitaria. Una oleada
de, tal vez, 200.000 personas que vendrían de fuera, dispuestas a sumergirse en
un nirvana de paz y amor. A diferencia de los nativos, ignoraban que San
Francisco tiene un clima húmedo y desapacible. Haight-Ashbury sencillamente no
podía absorber semejante invasión.
Mientas Scott McKenzie
triunfaba con San Francisco ("asegúrate de llevar flores en tu
pelo"), un disco concebido en Los Ángeles, las autoridades locales
discutían formas de disuadir aquel turismo no deseado. Fue la propia comunidad hippy
la que reaccionó ante lo inevitable, con servicios que pretendían paliar el
previsible desastre. Vía telefónica, el Switchboard proporcionaba información
básica. La
Communications Company imprimía en multicopista avisos que se
difundían por calles y parques. Se puso en marcha la Free Clinic que —sin
reproches morales— atendía los pasotes de drogas y las enfermedades de
transmisión sexual. HALO, un colectivo de abogados, ofrecía respaldo legal. Y
los Diggers se ocupaban de servir comida, conseguida mediante donaciones o
robos.
Todo en un ambiente lúdico,
donde circulaban todo tipo de fantasías. Durante unos meses, se difundió el
rumor de que las pieles de plátano, convenientemente secadas y trituradas,
tenían propiedades alucinógenas. Todavía no se sabe si fue una broma genial o
el empeño de algún psiconauta en busca de nuevos colocones.
Epidemia de heroína
Muchos años después,
batallones de sociólogos investigaron las dimensiones del Verano del Amor. Han
comprobado que, en aquellos meses, el Haight-Ashbury era la residencia de unos
7.000 hippies; arribaron entre 50.000 y 70.000 aspirantes a instalarse
allí. Por muchos pisos francos que funcionaran, la mayoría terminó por
dispersarse. En general, no fue un gran trauma: coincidió con una creciente
atracción por la vida rural, a veces organizada en comunas en los cercanos
condados de Marin y Sonoma.
Evitaron así los años de
decadencia, marcados por la epidemia de heroína. Esquivaron a monstruos como
Charles Manson, que convertiría a su Familia en un escuadrón de zombis
asesinos. No contemplaron la transformación de Los Ángeles del Infierno,
motorizados compañeros de viaje, en un implacable grupo mafioso.
Hoy, el hipismo
todavía provoca polémica (y enorme furia en la derecha, que en ese momento
perdió la hegemonía cultural). Resulta cómodo destacar el fracaso de su
programa maximalista. Por el contrario, se necesita hacer un esfuerzo para
apreciar sus aportaciones al modo de vida actual: la conciencia ecológica, la
flexibilidad sexual, el vegetarianismo, el háztelo-tu-mismo que sugerían
iniciativas como el Whole Earth Catalog; hasta las reglas que rigen en la World Wide Web tienen
raíces contraculturales. Dejando aparte el folclor psicodélico, el mundo de hoy
ha asumido mucho del hipismo de 1967. Y Haight-Ashbury fue su
kilómetro cero.
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