Confinadas en el barranco de Lavapiés que hoy da nombre al barrio.
Estigmatizadas socialmente bajo el tratamiento de rameras o cantoneras, el «viejo
oficio» de la prostitución ha
tenido sus normas en Madrid desde la Edad Media. Los historiadores sitúan en
1337 la primera fecha en la que un ordenamiento del rey Alfonso XI regula su ejercicio. La villa madrileña era una de las
24 con derecho a representación en el Consejo de Castilla y, por ende, estuvo
sujeta a un especial control por parte de este órgano.
ABC Grabado sobre la prostitución en la
antigüedad
Las primeras disposiciones al respecto pusieron
principalmente el foco en diferenciar a
las prostitutas de cualquier otra mujer, prohibiendo que se
ejerciera en la calle. El objetivo no era otro que mantener orden público. Sin
embargo, con el paso de los siglos Madrid fue endureciendo su postura respecto
a la prostitución. Así, a finales del siglo XVI, con Felipe II como rey, la Villa y Corte estipuló los requisitos para poder ser prostituta. Entre ellos estaba la
obligatoriedad de no ser noble, haber perdido la virginidad y ser huérfana o de padres desconocidos. El
único límite relacionado con la edad era que las mujeres tenían que ser mayores
de doce años. Solo doce.
Además, sólo estaba permitido el ejercicio de su
oficio en casas públicas
–burdeles con
licencia– y sin dependencia de «rufianes», es decir proxenetas. Asimismo
estaba prohibido vestir de manera provocativa con sedas y mantener relaciones
sexuales en caso de tener enfermedades
venéreas. Todo ello estaba castigado con una pena de cien azotes, la
pérdida de todos los enseres y, en el último caso, con el destierro de la
ciudad.
Control de la «salud pública»
Las autoridades municipales obligaban a los médicos de
la Cárcel de la
Corte, conocidos en la época como cirujanos, a realizar
revisiones en las casas públicas del barranco de Lavapiés. Asimismo, existía la
obligación de que cada casa de prostitutas tuviera una «madre» –lo que hoy se
conoce como una «madame»– para garantizar el cumplimiento de la normativa, el
orden público y el pago de los
impuestos a las arcas municipales. Las «madres» no podían cobrar nada
más que no fuera por lavarles la ropa, hacerles la comida y permitirles el uso
de las habitaciones. Para evitar las peleas, los hombres que acudían a estos
burdeles debían dejar las armas fuera.
ADRIÁN DELGADO abc_madrid /
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