Una pequeña edad del hielo fue el detonante de la debacle de Roma, afirma
el historiador Kyle Harper, que también apunta a la peste como elemento clave:
"Los gérmenes fueron más mortíferos que los germanos"
Fotograma de la película 'La caída del Imperio romano'. MUNDO
Para explicar las causas de la caída del Imperio
romano se han elaborado todo tipo de teorías, hipótesis y conjeturas, incluido
el papel de una aldea poblada por irreductibles galos y la poción mágica que
los hacía invencibles. Las culpas suelen repartirse entre las luchas internas
por el poder, el empuje de los bárbaros, el tamaño de la población o una
economía insostenible. En los últimos años, algunos estudiosos están
encontrando otros culpables gracias a la confluencia de disciplinas como la
estadística, la paleoclimatología y la paleogenética.
Kyle Harper, profesor, vicepresidente y rector del
departamento Classics and Letters de la Universidad de Oklahoma, ha aportado su
propia teoría en El fatal destino de Roma (Crítica), «una crónica de
cómo una de las civilizaciones más célebres de la Historia descubrió que su
dominio sobre la naturaleza era más incierto de lo que había imaginado».
Como apunta Harper en las primeras páginas del libro,
un clasicista alemán llegó a catalogar 210 hipótesis sobre la caída del Imperio
romano, a la que ahora habría que añadir la que supone la 211. Si Edward
Gibbon, el gran historiador inglés, apuntaba que «la caída de Roma fue el
efecto natural e inevitable de una grandeza desmesurada», Harper asegura que «la
abrumadora fuerza de la naturaleza exige que la incluyamos en la Historia».
Ambas variables, la superpoblación (hasta 75 millones de personas en el siglo
II estaban bajo el paraguas del Imperio) y la alianza entre la climatología,
los fenómenos naturales y la peste bubónica serían los verdaderos
desencadenantes del derrumbe definitivo del dominio romano.
A través de la investigación de archivos naturales
como núcleos de hielo, piedras rupestres, anillos de árboles, depósitos de
lagos y sedimentos marinos, en los últimos años se ha establecido la existencia
de lo que se conoce como pequeña edad de hielo de la antigüedad tardía, un
enfriamiento de larga duración que fue seguido por tres grandes erupciones
volcánicas entre los años 536 y 547 d.C. El óptimo climático romano, «una fase
de clima cálido, húmedo y estable en buena parte del corazón mediterráneo del
Imperio» contribuyó a la abundancia de las cosechas y a la prosperidad de la
economía, pero acabó abruptamente por culpa de las partículas de ceniza, la
reducción de la energía solar que llegaba a la Tierra y la brusca y prolongada
caída de las temperaturas.
El clima por sí solo habría sido decisivo, pero aliado
con otro agente letal como la peste de Justiniano causó el pánico ante lo que
los propios romanos llegaron a considerar como el fin del mundo. Un apocalipsis
a pequeña escala que acabó con la vida de millones de personas.
Para conocer cómo se propagó la enfermedad, Harper
llega a establecer un atlas de las ratas, causantes de la rápida transmisión de
la pandemia, y se apoya en la genética para descubrir por qué «los gérmenes
fueron más mortíferos que los germanos». Gracias a los avances científicos
«ahora tenemos el genoma completo» del evento más mortal de la Historia de la
Humanidad hasta esa fecha. «Los arqueólogos y genetistas no sólo han utilizado
el ADN para identificar el patógeno, sino también para ayudarnos a comprender
su historia evolutiva», concluye.
Como señala en el libro, «los romanos construyeron un
imperio interconectado y urbanizado en los límites de los trópicos y con
tentáculos que se extendían por todo el mundo conocido». Así, las calzadas
romanas y las rutas marítimas por el Mediterráneo no solo sirvieron para
fomentar el comercio y la distribución de materias primas, sino para «crear una
ecología de enfermedades que desencadenó el poder latente de la evolución de
los patógenos».
A través de una detallada sucesión de acontecimientos,
Harper va desmadejando los hilos que tejieron la caída. Y lo hace a través de
una integración de las ciencias naturales, sociales y humanísticas (denominada
consiliencia), favorecida por el papel de la Iniciativa por la Ciencia del
Pasado Humano, dependiente de Harvard y con la que Harper colabora junto a
otros científicos, historiadores y arqueólogos. «El trabajo interdisciplinario
es duro. Se necesita compromiso, paciencia y un espíritu colaborativo. Pero es
mucho lo que se puede lograr cuando personas con diferente formación se reúnen
para trabajar en problemas históricos complejos».
Este tipo de investigaciones están aportando nuevos
enfoques y lo seguirán haciendo en los próximos años. «Seguiremos aprendiendo
mucho sobre la historia biológica de Roma. ¿Cuánto gente emigró? ¿De qué
murieron? ¿En qué se diferenciaba la salud en las diferentes provincias?».
Todas las civilizaciones posteriores a la romana la
han utilizado «como espejo y medida», planteándose dos cuestiones
fundamentales: ¿cómo consiguió el Imperio durar tanto tiempo y por qué acabó
cayendo? «Inevitablemente», señala Harper, «vemos algo de nosotros mismos en
los romanos». Y deberíamos tomar nota de sus errores, saber que la naturaleza
puede echar todo al traste en un abrir y cerrar de ojos, con nuestra
inestimable colaboración.
«El cambio climático es una crisis para la Humanidad y
el problema de las enfermedades infecciosas podría empeorar fácilmente en lugar
de mejorar. Aunque se está avanzando mucho, los patógenos siguen evolucionando
y la resistencia a los medicamentos es un problema real al que tenemos que
hacer frente», concluye Harper. Nuestra historia, conviene no olvidarlo, puede
ayudar a alertarnos sobre la complejidad del mundo natural que habitamos.
ISMAEL MARINERO
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