"La
brujería es una cosa muy seria", dicen. Está reconocida como religión
desde 2011.
Reportaje fotográfico de Fernando Sánchez Alonso
«La caza de brujas llegará
otra vez», explica la mujer
mientras termina de disponer el altar. «Porque el sistema rechaza a las
personas libres. Y la brujería es libertad».
Ahora todo está preparado
para el conjuro. El santuario de la bruja es un búnker de silencio. El único
sonido proviene del chisporroteo minucioso y verde de las hierbas quemándose en
el caldero, del que se estira un humo áspero y floral.
La bruja hunde una vara de
endrino en el pote. El humo se agita y huye. Pero ella lo atrapa entre las
manos y lo empuja hacia la cara, como si se lavase con él, mientras le susurra
unas palabras. De pronto, los espasmos de las velas, que trazan un círculo
alrededor de la bruja, iluminan con más fuerza la estatuilla, negra como la
noche detrás de la ventana. La estatuilla que, apoyada en una piel de gacela,
preside el conjuro.
Es Hécate.
La diosa del inframundo. La reina de las brujas y de los muertos. La dadora de
vida y de muerte. La Gran
Diosa.
La bruja también tiene
nombre. Se llama Guadalupe Cuevas y ni su físico ni su personalidad
coinciden con el arquetipo brujesco. No come niños, no viaja en escobas, no
sujeta entre la boca carcajadas histéricas, no tiene tratos con el diablo y,
por no tener, ni siquiera le abulta en el mentón una verruga indefensa y
malvada.
A sus 57 años, Cuevas, que
lleva más de 30 viviendo profesionalmente de la brujería, reconoce con una
sonrisa: «Es verdad que las brujas damos miedo, sobre todo a los hombres. Pero
es un miedo fundamentado en prejuicios, en el propio miedo del hombre al poder
de la mujer».
Series televisivas, novelas,
películas, estudios universitarios... La brujería está de moda. Aunque ya han
transcurrido más de cuatro siglos desde la quema de las hechiceras de
Zugarramurdi (noviembre de 1610), el miedo sigue con las
brujas. Por eso prefieren fingir que no existen. Aunque haberlas, haylas.
Viven, en efecto, más acá de las páginas de Harry Potter y de los legajos fanáticos de la Inquisición.
Guadalupe Cuevas atravesó una
profunda crisis personal y espiritual en la adolescencia que le puso la vida
patas arriba. Fue entonces cuando leyó un libro que hablaba de la Diosa (los brujos lo
escriben con mayúscula). «A partir de ese momento empecé a caminar», recuerda.
La Diosa a la que se refiere Cuevas es el principio cósmico
femenino del que todo nace y al que todo regresa, incesantemente. Es
Hécate en la mitología griega; Inanna, en la sumeria;
Kali, en el hinduismo; Cerridwen, en la
tradición precristiana galesa. «Para englobar a todas estas deidades, yo
prefiero decir que sirvo a la
Diosa oscura», resume Cuevas. «Porque la oscuridad no es algo
negativo. A mí de la Diosa
oscura solo me llega amor. Y es que durante cientos de años de mentalidad
patriarcal no habremos ganado el cielo, pero en cambio sí hemos perdido el
submundo, el poder generatriz de la oscuridad. La bruja se conecta con ese
principio. El suyo es un camino de transformación espiritual en el que los
rituales son solo símbolos para llamar al inconsciente».
Visto así, la brujería es una
religión de poesía. El caldero, sin ir más lejos, encarna el útero de la Diosa. Las velas aluden
a la comunión del mundo visible con el invisible. La calavera de cabra es la
representación de la muerte y el renacimiento, así como de la diosa celtibérica
Ataecina. La vara mágica personifica la razón, que ayuda a
transmutar la oscuridad del inconsciente en luz. «Nada de esto tendría sentido
si no hubiera luego un trabajo personal de meditación y atención constantes»,
aclara Guadalupe Cuevas. «¿Ritos satánicos? Yo no sé quién es Satán».
No existen censos exactos
sobre este fenómeno en nuestro país. Desde la sede española de Pagan
International Federación calculan, sin embargo, que aquí hay unos 5.000
neopaganos, entre druidas, odinistas, reconstruccionistas,
helenistas y otras seis minorías religiosas. La rama más extendida, con todo,
es la de la brujería contemporánea, a la que muchos, para esquivar las
connotaciones peyorativas del término, prefieren llamar wicca, del
anglosajón wic (sabio) o del gaélico wick (flexible). No hay
acuerdo en la etimología.
¿Qué es la wicca? «Una
amalgama de magia ceremonial, misticismo, teosofía, prácticas masónicas,
religiones orientales e incluso cuentos de hadas, mitologías y adivinación», la
define Martha
Clover Jones, estudiosa del fenómeno wicca. Según la opinión
mayoritaria, se trata de una religión neopagana fundada a mediados de los años
50 del siglo XX por el ocultista británico Gerald Gardner. Para unos, un
iluminado; para otros, un farsante.
Sea como fuere, la gran
mayoría de las corrientes (una veintena casi) de la brujería actual surge de
las enseñanzas gardnerianas. Todas las ramas wiccanas comparten, sin embargo,
ciertos principios: concepción de la naturaleza como teofanía o manifestación
de los dioses; politeísmo y animismo; creencia en la reencarnación y en los
espíritus; negativa a instituir una ortodoxia; rechazo del proselitismo;
respeto a otras confesiones religiosas; celebraciones litúrgicas siguiendo los
ciclos naturales; ausencia de libros sagrados o revelados. «Haz lo que
quieras, mientras no perjudiques a nadie» y «todo lo que
hagas, bueno o malo, vuelve a ti multiplicado por tres» son sus normas
éticas.
Silvia Sandalwood, que
prefiere esconder su identidad civil bajo su nombre iniciático, tiene 30 años.
Es psicóloga, esbelta y bruja. «¡Claro que existe la magia! Sólo que la magia
es una recompensa por conectar con tu espiritualidad. Para recibir ese don, tu
ética tiene que ser intachable», advierte.
Durante algunos años, Silvia
estudió brujería a solas, hasta que el año pasado fue iniciada en la corriente correlliana, una tradición
fundamentalmente panteísta que privilegia la espiritualidad. «A diferencia de
otras ramas de la brujería, nosotros adoramos por igual al Dios y a la Diosa».
Silvia calla. «Vámonos», ha
ordenado la voz que precede la comitiva. Hace rato que ha caído la noche en
estas parameras del suroeste de la provincia de Madrid. Una veintena de
personas avanza en fila. La mayoría, mujeres. Todas se han pintado en la frente
el símbolo de la Diosa,
una media luna azul. Visten de un negro unánime. En el pecho les tiembla el chisporroteo
de plata de los amuletos sagrados. Las capas, que les rozan los pies, son
murciélagos de terciopelo y luna que se agitan en el sendero.
Los celebrantes pertenecen a
la escuela de misterios de Iberia, un movimiento que
pretende resucitar los cultos precristianos de la Diosa en la península. «Para
nosotros la Diosa
es todo. Subordinado a ella, está el Dios», informa Jana, la
sacerdotisa, una profesora de instituto que nació hace 37 años con el nombre de
Cristina
Perales. «Nuestra escuela es radicalmente ecofeminista. Pero
también hacemos activismo mágico, conjuros en que invocamos a la Diosa de Iberia para que nos
ayude a propiciar el tan necesario cambio social. Porque ser bruja es hacer que
el mundo cambie. Y no vale con mudar de partido político. Hay que cambiar el
paradigma actual, basado en la dominación y el poder, por otro en que el placer
y la cooperación sean sus principios». Jana asegura haber tenido éxito un par
de veces con su activismo mágico: «Pero no se puede contar. Es algo entre la Diosa y nosotros».
Después de 20 minutos de
caminata campo a través, las linternas del grupo se detienen frente a dos
cuevas. Aquí es donde va a celebrarse una de las fiestas más importantes del
año para las brujas. La fiesta en que los límites del mundo de los vivos y de
los muertos se adelgazan. La fiesta del 31 de octubre, Samahin o el año nuevo,
cuyos orígenes algunos retrotraen al neolítico.
Comienza el aquelarre. Los
participantes, encabezados por Jana, se cogen de las manos trazando el llamado
compás de las brujas, un círculo de poder dentro del cual se pronuncian las
palabras sagradas para invocar los nueve rostros de la diosa Iberia, los puntos
cardinales y los cuatro elementos de la naturaleza. Y todo ello escoltado por
unas pocas velas y el tambor chamánico que golpea el sacerdote. «Se trata de un
ritual catártico en que los asistentes pueden llegar al trance, como les
sucedía a las ménades de la
Grecia antigua, en una explosión de emociones diversas:
risas, llanto, gritos...», había explicado previamente Jana.
El momento cumbre de la
celebración tiene lugar poco después. En la cueva aledaña, la sacerdotisa se ha
transformado. Sentada en la roca, rígida entre las velas y cubierta de la
cabeza a los pies por un velo negro, la figura de Jana es majestuosa,
imponente, como el tótem de un matriarcado de historia y piedra. Un cruce entre
una viuda de pueblo y la sibila de Cumas. Alguien frente a quien los
participantes, uno a uno, se arrodillan para escuchar las palabras oraculares
que pronuncia la Diosa
a través de la voz -demudada y paleolítica- de Jana. «Caigo en trance y
no recuerdo nada de lo que dice la
Diosa», revelará unos días después la propia Jana en
una ceremonia de danza y bosque con otras sacerdotisas de la hermandad.
No es fácil asistir a un
aquelarre de ninguna de las diferentes corrientes de la brujería. Pero si hay
una que se distingue por su hermetismo, ésa es la rama celtíbera, hasta el
punto de que otras tradiciones de la brujería ignoran todo sobre sus
ceremonias, pese a que es la única reconocida como religión desde 2011 por el
Ministerio de Justicia. «Fue un gran alivio para nosotros», rememora Paloma Luna Crespo,
59 años, novelista y una de las tres sumas sacerdotisas de la tradición
celtíbera. «En nuestros rituales utilizamos espadas, cuchillos, hachas... En
definitiva, armas blancas. ¿Y cómo vamos a decirle a la Guardia Civil, si
nos para, que vamos a una ceremonia religiosa con todo eso en el maletero?».
Luna es menuda, pálida,
cordial y remota. Tiene el alma de hormigón armado, como una Juana de Arco de
la brujería, y por eso no teme al qué dirán. «Soy bruja desde hace 3.000 años.
Escríbelo así».
¿Qué es ser bruja? «Ser bruja
me ha confirmado que los cuentos de hadas de Disney existen, que hay otras
dimensiones de lo real. Percibirlas y actuar sobre ellas, eso es la brujería».
¿Cómo? «Ah, eso es secreto».
Paloma Palma, otra suma sacerdotisa -naturópata y tarotista-, asiente. Se defiende
con el silencio de las preguntas sobre las prácticas de su orden. Sólo dice:
«La gente cree que ser bruja es coger una varita y hacer hechizos. La
hechicería es a la brujería lo que un ayudante de cocina a un chef».
Los miembros de la rama
celtíbera, más de 200, son algo así como los boinas verdes de la brujería. Un
cuerpo de élite, iniciático y mistérico. Por de pronto, y a diferencia de otras
corrientes, en la celtíbera se les exige a todos los adeptos un certificado oficial
de apostasía de su religión anterior antes de entrar en la orden. Fernando González,
50 años, sumo sacerdote, historiador de vocación y fundador de la wicca celtíbera,
se justifica: «Si no se hiciera así, creo que sería un mal ejemplo para ti,
para las creencias que has profesado y para la nueva religión a la que te
acercas».
Otro rasgo que diferencia a
los brujos celtíberos de los demás es que el nombre sagrado no lo elige cada
cual, sino que es el sumo sacerdote quien se lo impone al neófito susurrándoselo
al oído en el rito de iniciación. Un nombre que está prohibido revelar fuera de
la hermandad. Por otra parte, tampoco existe la autoiniciación. «La iniciación
sólo la puede llevar a cabo un corro de brujos», puntualiza González. «Nadie
puede iniciarse a sí mismo. Es como si alguien, después de leer unos libros de
Medicina, se proclamase médico. Ser brujo es algo muy serio. La
brujería es una religión».
Para los brujos celtíberos,
hay dos divinidades principales: Cernunnos, el dios astado o
cornudo, símbolo de la regeneración y la fertilidad, y la Diosa
oscura en su triple faceta de doncella, madre y anciana.
«Creemos en los dioses
indoeuropeos, pero decir que somos neopaganos es ofendernos», interviene Luna.
«Porque no hemos creado nada nuevo. Nuestro tronco es el del árbol de la
brujería ancestral, el que hunde sus raíces en tiempos inmemoriales, anteriores
al cristianismo, y que fue desmochado por Constantino primero y por la Inquisición después.
Un tronco que ha rebrotado otra vez».
Y precisamente en un cerro
apartadizo, entre encinas que sujetan la luz del atardecer, Luna, solemne y
sacerdotal, oficia al sur de la provincia de Madrid el hospitium,
la
ceremonia de bienvenida a la hermandad de Susana, una
administrativa de 39 años. «Un rito que nadie ajeno a nuestro culto o a la
familia del neófito ha presenciado jamás», dice González.
En el hospitium -el
paso previo a la iniciación-, Luna presenta a Susana a la comunidad, formada
por 12 individuos entre hombres y mujeres, todos vestidos con los ropajes
ceremoniales de los antiguos celtíberos. En determinado momento, Susana accede
al círculo sagrado trazado con piedras, inclina la cabeza, arrodilla la
blancura del hábito, jura fidelidad al culto. Los demás miembros pronuncian una
invocación en la arcaica lengua de los dioses, levantan las manos y Luna hunde
en el cielo aldeano la espada inofensiva y ritual. Después, en medio de un
silencio inmóvil, Luna consagra a Susana a las divinidades y les suplica que la
escondan de peligros y la guíen en su nuevo camino.
La ceremonia ha concluido. Luego, abrazos, risas, un
ágape comunitario. Luna acompaña con la vista el vuelo de un
pájaro, que se lleva hacia el sur la última luz de la tarde. A Susana se la ve
feliz. Dentro de un año y un día volverá a ser protagonista de otro ritual, el
definitivo, el que la convertirá para siempre en bruja.
Fernando
Sánchez Alonso
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