A Javier le tiemblan las
piernas cuando recuerda el día que le despeñaron por un terraplén por protestar
contra un encierro. Lara aún nota las manos de los seguratas en su cuerpo
desnudo cuando aulló en el Congreso contra la Ley del Aborto. Juanma tampoco olvida el día que
un guardia casi se cae al vacío para arrancar su pancarta de un balcón. Paula
tiene clavados en el cerebro los gritos de los policías rusos que la conducían
a chirona por defender el Océano Ártico. Y Óscar... Digamos que Óscar ni
siquiera puede pisar Tordesillas: está amenazado de muerte por los lugareños.
Foto PAPEL MEDIA
Pero ninguno se queja. Es la vida que han
elegido. La que ponen en juego con cada acción por causas que ellos consideran
justas: abolir los toros, frenar el calentamiento climático, regular la
ganadería industrial... Y eso que, como dice Juanma, activista
de Greenpeace, ellos son los primeros interesados en que todo salga bien: «Si
la noticia es que una persona ha muerto en una protesta, entonces no se escucha
el mensaje».
Y el mensaje es lo primero.
Eso lo tienen claro. Va antes que su salud, su libertad y sus propias vidas.
Por algo se dedican a lo que se dedican: a concienciar a la sociedad mediante
acciones impactantes.
En su oficio, la
creatividad y la originalidad puntúan extra. Sus golpes mediáticos, cada vez
más ambiciosos, suelen toparse con vigilantes y elementos naturales que
convierten su vida en un deporte de riesgo. Pero sus cinco testimonios
coinciden en un punto: los dientes rotos, las fracturas de huesos, las
detenciones indefinidas y los insultos de sus enemigos merecen la pena. Por
algo son activistas
de riesgo.
Juanma López .Greenpeace:
"Nos soy activista para
vender motos, sino para cambiar las cosas"
Cuando Juanma abrió los ojos,
vio que estaba colgado a 60
metros de altura. Fue sólo un momento, pero aquella
repentina ráfaga de viento y la sirena de un camión de bomberos le pillaron
literalmente dormido. El susto le provocó sudores fríos, pero la confianza en
sí mismo y en su material le permitió recuperar la calma. Llevaba 11 horas
-desde la madrugada- trepando aquel rascacielos. Su objetivo era protestar
contra «la causa más importante para Europa a día de hoy: el TTIP
(Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos), la bestia negra de los
antiglobalización.
Juanma López (Almería, 1971)
fue uno de los protagonistas de una de las acciones más mediáticas de
Greenpeace: desplegar una enorme pancarta contra este tratado entre las dos
Torres Kio de Madrid. Fue la acción que más le marcó, pero no la más arriesgada
. «Fue más peligroso cuando subimos a la Sagrada Familia,
porque lo hicimos con un material mínimo para evitar que nos detectaran los
arcos de seguridad», dice.
Dice Juanma que no entró en
Greenpeace «para vender motos», sino para «cambiar las cosas». Por eso, sólo una enorme cantidad
de detenciones le haría abandonar el activismo. Del ecologismo,
puntualiza, jamás se borrará: «Sería un paso atrás en mi desarrollo personal».
Cuando comenzó, su entorno le
veía como «un perroflauta». Ahora ha conseguido su apoyo incondicional. Y si
alguien que está orgullosa de él es su pareja: «A mí es que me da alas, de
verdad, subo a cualquier lado sin cuerda», dice este tipo fornido que ha
convertido su formación de técnico vertical en un arma política.
A Juanma le motiva el riesgo
y nunca ha rechazado una acción por peligrosa. Pero sabe que cada iniciativa tiene tres
finales posibles:
aborto, algo que nunca le ha pasado; éxito, la más gratificante ya que supone
acaparar los titulares; y éxito con detención, algo tan habitual como
frustrante: supone horas en un calabozo y «te sientes como un animal».
Juanma siente a Greenpeace.
Por eso, siempre estará ahí, en la posición que la organización le otorgue.
Sólo pone una excepción: si una empresa le demuestra que el ataque es
interesado. Ahí se le endurece la voz: «La abandonaría radicalmente. Yo me
estoy jugando el cuello y no me puede decepcionar. Mientras tanto tienen mi
mente y mi corazón».
Foto PAPEL MEDIA
Lara Alcázar (Femen):
"No entiendo esa
agresividad hacia nosotras, ¡si vamos desnudas!"
Uno de los estados que más
indefensión generan en el ser humano es la desnudez. No tanto por
vergüenza, sino por el hecho objetivo de ser más vulnerable a cualquier
agresión externa. Sin embargo, Lara Alcázar (El Entrego, Asturias, 1992), no
sólo no se siente vulnerable, sino que ni siquiera nota su desnudez, cuando lanza
alguna de sus acciones de protesta. «Es nuestro uniforme», sentencia
categórica.
Veintitrés años la contemplan
y tres de ellos mostrando sus argumentos al público con el torso al aire. «Las
mujeres tienen un poder con el que la sociedad no cuenta», explica. Ese
argumento hace que su movimiento, Femen, sea muy criticado por otras
asociaciones feministas.
«Aunque cada vez son menos», puntualiza.
Lara es una chica atractiva e
idealista, pero muy madura y con las ideas muy claras. Tuvo que serlo para lanzar
Femen en España, con sólo 20 años, y convertirse en cuestión de meses en uno de
los pilares de una organización que funciona «como el terrorismo»: con células
interconectadas entre sí. «Alguien tenía que dar el paso y
decidí ser yo», afirma. Comenzó protestando por la liberación de Amina, la
primera Femen musulmana -aunque abandonaría el grupo en 2013 acusándolo de
islamófobo- y, desde entonces, ha recorrido medio mundo como parte del
movimiento.
Si hay un lugar que no
olvidará y en el que sintió algo parecido al miedo -«más que miedo, muchos
nervios»- fue en Marruecos. Acudió para protestar en favor del colectivo LGTB
y, según ella, el servicio secreto la interceptó desde que pisó suelo marroquí.
Fue retenida e interrogada en
varios lugares a los que fue conducida a la fuerza y tuvo un coche apostado en
la puerta de su alojamiento las 24 horas. «Crees que eres de acero,
pero eso te pone los pies en el suelo», relata aún emocionada.
«Tras dos días encerrada volví a España más decepcionada por no poder participar
en la acción que alegre por regresar a mi casa».
Femen ataca ideas y no
personas ni países. Pero hay individuos que encarnan en sí mismos la
materialización de las ideas que combaten. Dos de ellos, inolvidables para
Lara, son Vladimir Putin y el cardenal Rouco Varela. A ambos consiguieron
«despojarles de su poder por un momento». ¿Cómo lo consiguieron? Tocándoles.
«Tocar genera vulnerabilidad en los sujetos», detalla Lara.
Sin violencia. El
problema es que la agresividad de sus acciones -«nunca violencia»- genera una
respuesta muy contundente de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. La activista
se queja de que los arrestos a los que son sometidas suelen ser «muy
violentos». «No entendemos el porqué de esa agresividad, ¡si vamos desnudas!».
Dice Lara que no hay nada
erótico en sus protestas. Una prueba es que jamás han sufrido tocamientos ni vejaciones de carácter
sexual, pero sí
insultos y hasta pintadas con spray. Lo más raro le ocurrió cuando montaron una
contra-manifestación frente a un grupo provida que protestaba por el aborto:
«Nos tiraban a los niños contra nosotras... ¡Niños, joder!», se calienta cuando
recuerda la escena.
Ellas, no obstante, se
entrenan física y mentalmente para no sufrir daños cuando las increpan o las
detienen. Algo que, lamenta, ocurre en demasiadas ocasiones. Pero nada, ni esas
detenciones ni la violencia, hará que abandone el activismo: «Mis ideas y yo
somos una».
Óscar del Castillo (Gladiadores por la paz):
"Mandar un gran mensaje
al mundo, aunque me cueste la vida"
Dicen que no hay
abolicionista más duro que un converso. Ese que se ha fumado un paquete tras
otro y que, abandonado el vicio, no puede ver un cigarro ni en el cine. Óscar
del Castillo (Madrid, 1984) ahora es vegetariano y es incapaz de pasar cerca de
una barbacoa. «Es que me siento como un yonqui», dice mientras echa el ojo a
una tapa de chorizo que le ponen en la terraza del bar donde se celebra la
entrevista.
Óscar no nació animalista: se
convirtió. Su hija, en cambio, sí que ha vivido así desde la cuna. Tiene nueve
años y en su presencia, literalmente, no permite que se dañe a una mosca. Por
ella, Óscar
ejerce de líder de Gladiadores por la
Paz, una ONG que lucha por los derechos de
los animales. «Para que mi hija no tenga que hacerlo mañana», recalca.
Su lucha comienza 24 horas
antes de la acción: en esos momentos, suele asaltarle un ataque de fiebre, que
no le abandona hasta el día después de la batalla. «Luego, en el momento de la
acción, voy a lo que voy», cuenta.
Su asociación ya acumula una
decena de saltos al ruedo en diversas plazas de toros -la mayoría
protagonizadas por él mismo-, además de protestas en los lugares donde los
antitaurinos generan más rechazo: Tordesillas, Algemesí, Olocau del Rey...
Allí, en la localidad valenciana, les persiguió todo el pueblo por boicotear la
suelta de un toro embolado: «Fue como en el capítulo de Los Simpsons,
con antorchas y todo», se ríe sobre una broma que costó 210.000 euros, a
repartir entre él y otros 35 activistas que le acompañaron.
Foto Internet
Óscar del Campillo acumula ya
11.000 euros en multas por sus acciones. Pero asegura que no le preocupa: vive
«como un pirata pero feliz», sin bienes registrados a su nombre, «como otra
manera de reivindicar la injusticia». La primera le llegó con su primer salto
en Collado Villalba (Madrid), donde trabajaba como guardaespaldas de los ediles
del Partido Popular. Tras ver como sus sugerencias de sustituir los toros por un concierto no
surtían efecto, decidió echarse a la arena en plenas fiestas locales...
Con el toro muerto, eso sí. «Se trata de reivindicar no de provocar un
peligro», aclara.
De aquella primera acción se
llevó una buena paliza, pero ninguna tan mediática como la que sufrió tras
saltar al ruedo el pasado 2 de junio, durante la Feria de San Isidro. El
parte médico: varias contusiones y un diente roto. «La gente se cruzaba de
acera cuando me veía con los tatuajes y sin piño», se carcajea.
Antes de cada acción, Óscar
coge valor al «ver lo que le hacen al toro». No tiene miedo ni físico ni legal.
De hecho, su abogado le llama varias veces durante la entrevista para ponerle
al día de sus causas judiciales pendientes. Su obsesión: «Mandar un gran
mensaje al mundo, aunque me cueste la vida». Lo dice convencido, casi febril, mientras
califica a la gente del toro: «Ignorantes».
No tiene miedo a perder. Así
lo demuestra su eslogan vital: «Unas veces se gana y otras se aprende». Ni él
ni los 80 gladiadores que forman su grupo son temerosos. Uno de ellos, por
cierto, fue el que se encadenó del cuello a una farola durante un Toro de la Vega con el animal ya suelto.
Es el último que le llama antes de terminar la entrevista. Óscar sonríe, enseña
su diente roto y dice: «Está loco».
Javier Moreno (Madrid, 1979). Igualdad Animal
Sabe lo que es el miedo. El
miedo a morir. Lo vivió en la primera acción de su carrera de activista. Se
infiltró en 2009 en el Toro de la Vega,
al que llama «torneo» como los tordesillanos, pese a que lo considera una
«aberración» injustificada.
Foto Internet
Los vecinos que le rodeaban
en la Vega
portaban lanzas; él, una cámara oculta en su mano. Al ver un conato de pelea
entre los mozos por dilucidar el ganador del torneo, sabía que si le descubrían
su suerte iba a ser peor. Quizá le pondrían una pica en la garganta, como había
ocurrido con un fotógrafo la edición anterior. Quizá una paliza, como la que el
propio Moreno recibiría años después en un salto en la Plaza Monumental
de Barcelona. Al final, salió ileso de aquella encerrona, pero el recuerdo no
se le borra de la mente: «Ver toda esa violencia fue como viajar en el tiempo».
Javier Moreno (Igualdad
Animal): Su objetivo actual es acabar con la ganadería industrial
Javier fundó Igualdad Animal
en 2006 junto a José Valle y Sharon Núñez. Desde entonces ha saltado a ruedos
para protestar contra la tauromaquia, ha boicoteado pasarelas de moda en las que
desfilaban modelos con pieles y, sobre todo, ha emprendido su acción más
característica: las investigaciones con cámara oculta. Aunque a veces ni hace
falta: en una granja de conejos, que filmó durante dos años, los trabajadores
cometían todo tipo de atrocidades frente a su objetivo. «Qué harían si no
hubiera una cámara», se pregunta Javier. La investigación que más
riesgo le supuso fue la que hicieron a las mafias chinas que traficaban con perros.
«Si nos hubieran descubierto, nos habrían cosido a puñaladas y abandonado en
una cuneta», explica.
Las grabaciones de sus
investigaciones suelen hacerse virales. Su tirón en redes sociales -tienen dos
millones de seguidores en Facebook- les ha convertido en una de las
asociaciones ecologistas más influyentes. Tanto que han logrado que un país
como India, con 1.250 millones de habitantes, prohibiese el foie. Ése es su objetivo actual,
el que obsesiona a las 45 personas que trabajan en esta ONG: acabar con la
ganadería industrial. «Es el infierno en vida para los animales
y una de las razones de la destrucción del planeta», explica.
La ganadería industrial fue
uno de los motivos que llevó a Javier al activismo radical y también al
veganismo. Fue un compañero de la facultad de Sociología quien le puso sobre la
pista de todo lo que rodea a la crianza de animales para el consumo humano.
«Nunca olvidaré los primeros vídeos que vi. de mataderos», explica. Ahí
descubrió que «los animales no tienen voz que les represente», así que decidió
convertir a su asociación en ese altavoz. «Nosotros no somos comandos»,
puntualiza Javier. «Somos periodistas que ofrecemos información que el público
tiene derecho a conocer».
Foto Internet
Ana Paula Alminhana, 34 años. Greenpeace
En la cabeza de Ana Paula
Alminhana (Portoalegre, Brasil, 1981) todavía se escuchan gritos desgarradores.
Son los de una compañera que cayó al agua tras ser embestida por la lancha que
ella pilotaba en una acción contra las prospecciones petrolíferas en Canarias.
«Cuidado, cuidado», se escuchó un segundo antes del impacto. Después, Ana Paula
sintió el neumático de la lancha de la Armada Española en
su nuca mientras otra activista caía al agua con la pierna rota. «No lo
hicieron adrede, yo creo que fue torpeza», exculpa la brasileña a la Armada. «Pero con menos
suerte, podrían haber matado a alguien».
Ana Paula vive seis meses al
año en el Artic Sunrise, uno de los dos barcos de Greenpeace que
pasean por el mundo enarbolando protestas que terminan como en Canarias... o
aún peor. ¿Les suena la historia de los 30 del Ártico? Ana es una de ellos: los
que sufrieron un abordaje por la guardia costera rusa a tiro limpio en una
protesta contra una plataforma petrolífera y pasaron varios meses en la cárcel.
«Volvería a hacer todo otra vez», dice. «De hecho, prefiero estar
en prisión a que se lastime una compañera como en Canarias».
Dice su madre que Ana Paula
«nació para ser activista». Desde pequeña, forzó a la familia a respetar el
medio ambiente. Es la más joven de tres hermanos y la más temeraria. En un
primer momento asegura no tener miedo a nada, que nunca ha descartado una
protesta por peligrosa. Luego, cuando recapacita, recuerda su primera acción
como activista, en plena Amazonia, contra los cultivos de soja que amenazaban la
biosfera del lugar. «Es un lugar sin leyes y la verdad es que podían habernos
hecho desaparecer en un suspiro», reflexiona ahora, con su cuerpo repleto de
muescas de problemas.
Esas muescas son las que
siguen tirando de ella para adelante y, además, con una sonrisa. Tienes que
tenerla cuando vives en un barco tanto tiempo. «Soy una privilegiada por
la vida que llevo, es mil veces mejor que protestar desde un sofá»,
comenta en una llamada por Skype que le hacemos a pleno Ártico, a donde
llevaron al pianista Ludovico Einaudi a tocar una sinfonía compuesta
especialmente para la ocasión. Fue una acción espectacular, pero no arriesgada.
Poco rock and roll para una activista que saber hasta cuándo quiere seguir
dando guerra: «Hasta que el cuerpo aguante».
Luis
N. Villaveirán @LNvillaveiran
Reportaje fotográfico
de Javier Luengo
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