Un mal necesario mediante el
que controlar los impulsos más primarios de jóvenes ansiosos y evitar que
ejercieran la violencia contra las «mujeres honradas» (como eran
conocidas por entonces las damas que no vendían su cuerpo por dinero). Esta era
la función principal que tenían los prostíbulos para aquella primitiva
España previa a los Reyes Católicos. Una idea que ya había expuesto mucho antes
San Agustín
mediante una sencilla -y cruel- comparación: «Quita las cloacas en el
palacio y lo llenarás de hedor; quita las prostitutas del mundo y lo llenarás
de sodomía». Quizá por ello ciudades destacadas fundaron sus propias mancebías
a partir del siglo XIII. Aunque también por la necesidad de apartar a las
meretrices de las calles más concurridas y ubicarlas en zonas menos
transitadas.
Sevilla, Barcelona... Las urbes que fundaron prostíbulos dentro de sus
muros durante la Edad Media
fueron muchas. Sin embargo, hubo una cuyo lupanar llegó a ser conocido
en toda Europa durante los más de tres siglos que estuvo activo: Valencia.
Y es que, además de contar con un tamaño considerable (agrupó -según algunas
fuentes- hasta dos centenares de meretrices en sus mejores años) solía recibir
los halagos de las decenas y decenas de clientes que atravesaban cada día su
puerta. Esta continua clientela convirtió a la mancebía (proyectada
originariamente por el rey Jaime II en 1325) en una de las mayores atracciones
de la ciudad. Así fue hasta que cerró sus puertas entre 1651 (cuando
se ordenó a las mujeres abandonar el lugar) y 1671 (año en que la última
meretriz salió del lupanar).
Un mal menor
El origen de la prostitución legalizada
hay que buscarlo a mediados del siglo XIV. Al menos, así lo afirma el
historiador Eduardo
Muñoz Saavedra en su dossier «Ciudad y prostitución en España
en los siglos XIV y XV». En dicha obra señala que la medida «respondió, en
parte, a la necesidad de controlar un oficio condenado moralmente por el
conjunto de la sociedad medieval y sus instituciones». Pero no fue la única
causa. El español explica también que los burdeles se crearon para «encerrar en
el interior a las mujeres de vida airada apartándolas de la “comunidad
sagrada”».
Una idea que corrobora, por
ejemplo, una ordenanza murciana de 1444 (año en que la urbe fundó su mancebía):
« [mandamos] que todas las malas mujeres rameras […] salgan de la ciudad de
entre las buenas mujeres e se vayan al burdel».
Con todo, lo que llevó a
estamentos como el religioso a aceptar la prostitución fue la necesidad de
controlar
los impulsos de los jóvenes más alocados. Así lo determinan
autores como la historiadora Noelia Rangel López en su dossier «Moras, jóvenes
y prostitutas: acerca de la prostitución valenciana a finales de la Edad Media»: «Si bien
eran denigradas por su trabajo a causa del tabú del sexo, a diferencia de otros
grupos marginados eran consideradas como un “mal necesario”». Para la experta
española las meretrices ejercían un rol social al «canalizar la violencia
sexual» para que no se ejerciese contra las mujeres honradas. «Por todo ello no
debe extrañar que, desde mediados del siglo XIV, de la mano del afán regulador
de los municipios, se empiece un proceso de institucionalización de la prostitución»,
completa.
Consejo de nobles
presidido por Jaime II de Aragón
Bajo estas premisas nació la prostitución pública
(llamada así por ser legal, y no por estar sufragada por el Estado) en torno a
la figura del burdel. Mes va, año viene, diferentes ciudades inauguraron sus
mancebías tras expulsar de las calles y tabernas a las prostitutas. Así
abrieron las puertas lupanares como el de Sevilla en 1337, el
de Murcia
en 1444
o el de Barcelona en 1448.
Con todo, esta legalización
demonizó también a otras muchas meretrices que se negaron a dejar sus antiguas
zonas de trabajo, aquellas que llevaban a cabo su labor de forma externa a la
ley. «La prostitución clandestina
era la prostitución
ilegal, la que queda al margen de la ley, y por lo tanto la
única perseguida y castigada por la justicia. Generalmente el castigo era una sanción pecuniaria,
y en caso de que esta no pudiera pagarse […] la pena se pagaba con azotes»,
añade la experta. Sobre estos mimbres se elevaría el prostíbulo más grande de
Europa: el inaugurado en Valencia.
Nace el burdel
El origen del gigantesco
burdel hay que hallarlo en la reconquista de la urbe. Según afirman José Ignacio Fortea, Juan
Eloy Gelabert y Tomás Antonio Mantecón en su libro
«Furor et rabies: violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna», fue en
aquellos años en los que «ganada la capital al Islam y ocupada por los
cristianos, las prostitutas se instalaron en Valencia, como podía hacerlo un
tabernero, un zapatero o cualquier profesional». Las meretrices ejercieron su
labor en calles, posadas y hostales hasta el siglo XIV. Concretamente hasta
1321, en palabras del historiador del XIX Manuel Carboneres. Ese fue el
año en el que el rey Jaime II hizo público un documento considerado, a día de
hoy, como uno de los primeros testimonios de la existencia de este lupanar. En
el texto, el monarca afirmaba «que ninguna mujer pecadora se atreva a bailar fuera del lugar que ya
tiene habilitado para estar».
Valencia e 1563- Anthonie Van Den Wijngaerde
Esta fecha, no obstante, es
la menos popular entre los historiadores. La mayoría de los autores afirman que
la primera referencia al burdel se dio cuatro años después. Uno de ellos es Vicente Graullera,
quien determina en su popular dossier «Los hosteleros del burdel de Valencia»
que «Jaime II ordenó en 1325 que las mujeres públicas se abstuvieran de ejercer
su profesión en las calles de la ciudad, debiendo mantenerse en un lugar
destinado para ellas».
Más allá de estas pequeñas
diferencias temporales, lo que está claro es que a principios del siglo XIV ya
se había habilitado un burdel para las prostitutas de la zona fuera de las
murallas de la urbe. Concretamente, cerca de «las partidas ó barrios, como
diríamos ahora, de Roteros, Moreria y la Pobla», en
palabras de Carboneres.
«Ganada la capital al Islam y
ocupada por los cristianos, las prostitutas se instalaron en Valencia, como
podía hacerlo un tabernero, un zapatero o cualquier profesional»
La siguiente referencia al
burdel está más clara. Se dio en 1356 cuando, tras la ampliación de
las murallas de la ciudad, el prostíbulo se ganó un hueco dentro de Valencia.
La noticia fue bien recibida por las trabajadoras, pero no gustó ni un ápice a
las autoridades de la urbe. «Con el tiempo la ciudad fue aumentando su
población y las nuevas edificaciones se fueron aproximando al área del burdel,
lo que hizo necesario procurar un mayor aislamiento del mismo», añade
Graullera. ¿Cuál fue la solución para separar aquel recinto de la población?
Levantar un muro
alrededor de la mancebía y dejar solo una entrada para acceder
a la misma. Por si fuera poco, también se cegaron las calles ubicadas en las cercanías
y se estableció un guardia en la puerta con potestad para quitar las
armas a los clientes.
Poco a poco, el burdel de
Valencia fue adquiriendo unas características propias que le diferenciaban del
resto de edificios similares. «Era bastante singular respecto a los restantes
barrios. Ubicado intramuros pero alejado del centro urbano, próximo a la
morería y al espacio destinado a ciertas actividades gremiales consideradas
insalubres […]. Ajeno a cuanto le rodeaba, disponía de su propio ambiente»,
añaden los autores de «Furor et rabies: violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna».
A nivel práctico, estaba
organizado como una pequeña comunidad dirigida por un Regente. Y
así se mantuvo durante más de tres siglos. Años en los que terminó siendo
conocido como uno de los prostíbulos más grandes de toda la Europa medieval.
Licencia para prostituirse
Durante los siglos que estuvo
activo, el burdel de Valencia vio pasar decenas de mujeres públicas
(como eran conocidas las prostitutas). A día de hoy es difícil establecer cuál
fue el número máximo de meretrices que albergó el prostíbulo entre sus muros,
aunque la mayoría de autores coinciden en que vivió sus mejores momentos a finales del siglo XV.
En este sentido, un viajero afirmó en 1501 que contó «entre 200 y 300»
trabajadoras asentadas en el lupanar. Las cifras parecen exageradas, pues la
mayoría de los registros hacen referencia a la presencia de hasta un centenar.
Lo que sí está claro es que
no provenían únicamente de dicha urbe. «La mayoría procedían de otros reinos o
localidades, quizá para eludir problemas personales o familiares», determinan
los autores de la obra colectiva. Tal era la cantidad de ciudades de las que
llegaban, que nuestras protagonistas eran conocidas por su lugar de procedencia
(«la
aragonesa» o «la de Murcia» son dos ejemplos de
ello).
Otro tanto sucedía con las
religiones que profesaban las prostitutas, como bien señala Rangel: «El acceso
al burdel era libre tanto para ciudadanos como para extranjeros cristianos,
sin embargo, judíos
y musulmanes
tenían prohibido mantener contacto físico con cristianos». En el
burdel de Valencia, las relaciones entre diferentes religiones estaban
prohibidas.
Podría parecer por el
considerable número de prostitutas que las mujeres tan solo debían llegar al
burdel y ponerse a trabajar, pero nada más lejos de la realidad. Por el
contrario, toda aquella dama que quisiera vender su cuerpo debía solicitar una
licencia al Justicia
Criminal (un cargo
foral) y sumar más de 20 primaveras a sus espaldas. La molestia, con
todo, les resultaba provechosa a nivel económico pues (con el paso de los años)
las meretrices ubicadas en este lupanar llegaron a cobrar hasta el doble que el resto de sus
compañeras.
A nivel práctico, las
prostitutas trabajaban durante una buena parte del día. «Su horario no estaba
sujeto a normas concretas, aunque en algunas épocas sufriera limitaciones
atendiendo a las circunstancias del momento. La hora de mayor movimiento era el
atardecer
del día, cuando, terminados los trabajos, crecía la afluencia
de clientes en busca de un rato de expansión», añade Graullera. Por descontado,
y tal y como señalan los autores de «Furor et rabies: violencia, conflicto y
marginación en la Edad
Moderna», también influían en sus turnos eventos masivos como
ferias o
mercados,
los cuales solían atraer a cientos de viajeros hasta Valencia.
Santificar las fiestas
El burdel de Valencia permanecía
abierto durante casi todo el año. Tan sólo había unas pocas excepciones en las
que cerraba sus puertas, y la mayoría se correspondían con fiestas religiosas.
Las más destacadas eran las jornadas de Semana Santa. Durante aquellos días
las mujeres públicas dejaban a un lado el trabajo y eran internadas en algún
centro religioso. Los días que pasaban de retiro espiritual obligatorio
eran sufragados por la misma ciudad.
«El día antes de la
festividad las mujeres eran reunidas en el burdel, para conducirlas
ordenadamente al lugar de retiro, que era generalmente el Convento de las
Arrepentidas de San Gregorio. Una vez allí se les impedía salir
a la calle», añade Graullera en su obra.
Aquellas jornadas eran más
que curiosas. Y es que, mediante continuas charlas y oraciones se buscaba que
las prostitutas renunciaran a su trabajo y volviesen al recto camino del
Señor. Los conferenciantes les ofrecían incluso ayuda para encontrar marido y
les prometían otorgarles una gran dote si pasaban por el altar (dinero que
pagaba también la ciudad). A pesar de que eran muy pocas las que dejaban la
prostitución, el retiro espiritual provocaba severos dolores de cabeza entre
los rufianes
(los «chulos» de la época). Estos trataban por todos los medios de boicotearlos
para no perder su fuente de ingresos.
Además de Semana Santa (y de
otras fiestas de similar importancia como las de «la virginidad de María»),
las autoridades prohibían a las prostitutas trabajar antes de la misa de los
domingos. Saltarse esta norma era algo sumamente grave. Años más tarde la ley
se hizo todavía más severa. «Los Jurados de Valencia acordaron la imposición de
una sanción de 20 sueldos a las mujeres del burdel, por el simple hecho
de almorzar
antes de oír misa en los días festivos», añade el experto
español.
Organización
Intramuros el burdel no era
un edificio como tal, sino que estaba formado por varias calles alrededor de
las cuales se levantaban diferentes hostales (unos 15 en las mejores
épocas del lupanar) y multitud de casas. Las prostitutas que
recibían la licencia del Justicia Criminal podían alquilar una habitación en la
hospedería o, directamente, una de las viviendas. En ambos casos sus caseros
eran los llamados hosteleros, los mandamases en la sombra de la mancebía.
«Cada mujer cuidaba de su casita con esmero, blanqueando su fachada, poniendo
flores y arreglándola según su gusto», completan los autores de la obra
colectiva.
Disponer de una de estas
casitas era la mejor opción para las prostitutas, pues les permitía tener una
mayor autonomía y alejarse un poco de las miradas de los hosteleros. «Se
trataba de casas pequeñas, en su mayoría de un solo piso, las cuales al decir
de quienes las visitaron presentaban un aspecto muy limpio y cuidado. Sus
fachadas estaban adornadas frecuentemente con flores enredadas y arbustos
aromáticos. Solían disponer de un patio trasero donde, además de mantener algún
cultivo, podían reunirse en las cálidas noches de verano en animadas
tertulias», añade Graullera.
«A las mujeres se las podía
ver sentadas en la puerta esperando la llegada de clientes o charlando
desenfadadamente con los hombres»
Haber arrendado una vivienda
permitía a las meretrices trabajar de una curiosa forma: «A las mujeres se las podía ver sentadas
en la puerta esperando
la llegada de clientes o charlando desenfadadamente
con los hombres», completan los autores de la obra. Alrededor de las
urbanizaciones (si es que se las puede llamar así) bullía todo. Las chicas se
relacionaban con sus futuros clientes, disfrutaban de un momento de asueto,
presumían de sus joyas nuevas y, llegado el momento, atendían a los hombres.
Con todo, las prostitutas que
alquilaban estas casas seguían dependiendo de los hostaleros,
los verdaderos caciques del burdel de Valencia.
Estos mandamases se
encargaban de contratar a las meretrices; pactar con ellas un sueldo;
interceder ante el Justicia Criminal para que las nuevas trabajadoras
recibieran la licencia de mujeres públicas y atender a las damas en el día a
día (especialmente cuando se ponían enfermas y no podían vender su cuerpo). Por
si fuera poco, también hacían de prestamistas y dejaban dinero a las chicas
para que adquirieran desde joyas, hasta vestidos. Ninguna de ellas podía
abandonar el lupanar hasta que liquidara todas sus deudas. En la práctica las tenían
atrapadas.
En este sentido, una buena
parte de los viajeros que visitaron el burdel de Valencia coincidieron en que
las casas estaban muy bien cuidadas y tenían un aspecto muy agradable. «También
resaltan la sensación de las prostitutas, alejadas de toda sordidez»,
añaden los expertos españoles en su obra.
Crímenes en el burdel
La bebida y el jolgorio eran
unos ingredientes perfectos para favorecer las relaciones sexuales. Sin
embargo, solían derivar también en todo tipo de trifulcas entre clientes. Era
entonces cuando entraban en acción los guardias del burdel. La medida más
eficaz para evitar estas controversias consistía en prohibir la entrada a todo
aquel que causase problemas. Así lo atestigua la sentencia del Justicia
Criminal de 1553 sobre un alborotador llamado Miguel Joan Scals al que se
le exigió permanecer alejado del lupanar «sot pena de correr la ciutat ab açots y de
vint y cinch dies de presó».
Los visitantes extranjeros
resaltaron por escrito la «sensación de las prostitutas, alejadas de toda
sordidez»
Por desgracia, tampoco era
raro que los rufianes ejerciesen la justicia a su antojo cuando las
damnificadas eran «sus chicas». Eso fue lo que ocurrió en 1562 después de que
un joven llamado Martí Aussias acudiese al burdel y se negase a pagar los
servios de una prostituta. En principio fue expulsado, pero tuvo la
problemática idea de regresar la jornada siguiente. «Serían las ocho de la
tarde cuando, sin saber de donde le venía, recibió un fuerte golpe en la cabeza»,
explican Fortea, Eloy y Mantecón en su libro. Aunque logró huir, se llevó un
buen susto y un tremendo puñetazo.
Estos no eran los únicos
problemas que se daban en el lupanar. Además eran habituales los robos a
prostitutas, pues las joyas y los vestidos eran bienes muy golosos para los
pícaros. Con todo, el que únicamente hubiera una salida en el burdel facilitaba
la rápida identificación de los criminales, así como su captura. En este caso,
así como en el resto, la figura que se ocupaba de aplicar la ley era el Regente.
Un personaje que, además, controlaba que la prohibición de introducir armas se
cumpliera e informaba al Justicia Criminal de las sanciones contra los
culpables.
Decadencia y clausura
El burdel de Valencia
funcionó a pleno rendimiento durante décadas. Sin embargo, a mediados del siglo
XVI empezó una lenta pero inexorable decadencia que culminó en 1651. El
mismo año en el que Fray Pedro de Urbina (Arzobispo y Virrey de la ciudad)
ordenó que las mujeres de malvivir abandonaran su trabajo y pasaran «a servir,
o estar en sus casas» so pena de ser expulsadas de la ciudad en un plazo de
diez días. Al religioso le costó algo más de lo que pensaba acabar con las
meretrices, pues no fue hasta 1671 cuando las pocas que quedaban
fueron retiradas a un convento.
Así recoge Carboneres este
momento en su minuciosa obra sobre el burdel. «El de Valencia, que según parece
estaba protegido por personas de gran influencia, fue de los burdeles que mas
se resistieron; ya le habían abandonado sus habituales inquilinas, con su
cortejo de Celestinas, a quienes las autoridades obligaron a buscar otro
refugio, y todavía resistían en dicho local siete mujeres, fundándose en que no tenían sitio en
donde albergarse. En esta ocasión el jesuita valenciano P. Catalá diligenció
que dichas mujeres fuesen conducidas al monasterio de San Gregorio de esta
ciudad, en donde pasó él mismo á convertirlas, lo que consiguió con tan gran
éxito, que según asegura el bibliógrafo Rodríguez, que pudo ser testigo de
estos sucesos, aquellas siete pecadoras se convirtieron en siete ángeles».
El autor decimonónico señala,
con todo, que no fue una buena idea clausurar el burdel, pues provocó que las
mujeres se «desparramaran» por las calles: «¡En los pocos días que estuvieron
en Madrid las tropas del archiduque Carlos, el rival de Felipe V, dejaron en los
hospitales mas de 2.000 hombres ata cados del mal venéreo! ¡Prueba grande de
que no basta quitar un vicio por medio de un decreto, cuando, como el presente,
está fundado en nuestra flaca naturaleza!».
Manuel P.
Villatoro - ABC_Historia
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