El ‘kintsugi’ es una técnica
centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que
ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y
errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.
Ilustración de diego mir
EN UNA ÉPOCA dominada por el consumismo y la
obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con
el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes
a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en
Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una
apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto.
Su propietario, el según Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto
indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se
limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el
señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una
solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos
con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si
bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética,
evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad
de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular
las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas
de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo
tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos
tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como
“carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse.
Así que esta técnica se ha convertido en una potente metáfora de la importancia
de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.
El ‘kintsugi’
evoca el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas y otorga valor a nuestras
imperfecciones
La filosofía vinculada al kintsugi se puede
extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo
del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a
esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos,
bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque
desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte
de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran
esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las
conmociones que nos golpean”.
Ilustración de diego mir
Somos vulnerables no solo física, sino también
psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A
veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros
mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad,
los que nos metemos en el hoyo. El filósofo Josep María Esquirol defiende que
“la memoria y la imaginación son las mejores armas del resistente”. Como
animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la
capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos
vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la
escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es
dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se
llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de
las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.
Foto Internet
No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia.
En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La
resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su
cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un
lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar
infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras
paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo,
entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo
hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta
para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos
difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y
crecer”.
Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta
una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos,
irreemplazables, en permanente cambio.
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