Matt McMullen, fundador de RealDoll, junto a las muñecas en su taller de
San Marcos. FOTO: APU GOMES/VIDEO: EVA CATALAN
En una especie de gran refugio bajo tierra sin
ventanas, decenas de vaginas de goma están apiladas en cajas, clasificadas según
la forma de los labios. Más allá, hay pechos y pezones, divididos por tamaño y
color. Cuerpos desnudos, todos diferentes pero con la misma pose sugerente,
cuelgan de cadenas enganchadas a los cuellos sin cabeza. Quizá no es el mejor
sitio para quedarse encerrado por la noche, pero es un lugar perfecto para
ponerse a hablar del futuro de la humanidad.
El lugar está en un suburbio de San Marcos, cerca de
San Diego, California. La empresa se llama Abyss
y aquí se fabrican las muñecas sexuales más realistas anatómicamente del mundo,
según sus responsables. De cerca, los ojos pintados a mano tienen un realismo
sorprendente. El tacto, sin dejar de ser goma, es suave y poroso. Se
comercializan bajo el nombre de RealDoll y cuestan entre 4.000 y 8.000 dólares
dependiendo del nivel de personalización. Hay versiones masculinas. Este lugar
no es una fábrica. Es un taller artesano donde los productos se hacen uno a uno
por encargo y se envían a clientes de todo el mundo, incluido Hollywood.
“Tenemos desde el cliente que te dice ‘hazme algo bonito’ hasta el que quiere
el pezón de un determinado tono y 45 grados hacia afuera de la teta”, explica
Michael Wilson, jefe de producto.
Matt McMullen, máximo responsable de Abyss, lleva en
este negocio dos décadas. Empezó en su garaje haciendo maniquíes realistas
porque pensaba que le interesaría a la industria de la moda. “Entonces empezó a
contactarme gente para preguntarme si los maniquíes eran anatómicamente
correctos. Decidí que esa era la dirección del negocio. Deje mi trabajo y
monté mi empresa”. Con RealDoll, McMullen se ha hecho un nombre muy conocido en
el mundo de los juguetes sexuales. Él los llama acompañantes. Y ahora se ha
propuesto darles personalidad, “crear la ilusión de la vida”.
Modelos
masculino y femenino para la muñeca Harmony, en el taller de RealDoll en
California. APU GOMES
En el taller de McMullen hay una muñeca que no se
parece a las demás. Le salen cables por el cuello y está conectada a un iPad.
Es la nueva muñeca Harmony, el primer producto de este tipo equipado con
inteligencia artificial. Mueve las cejas, la boca, mira y gira la cabeza. Pero
la novedad está en el cerebro, una aplicación en la que el usuario podrá programar
qué tipo de personalidad quiere para la muñeca. A través de la inteligencia
artificial, Harmony irá conversando y aprendiendo sobre los gustos del usuario.
“Vamos a darle al cliente herramientas para crear su propio personaje”. La
cabeza Harmony costará 8.000 dólares y se puede montar sobre cualquier cuerpo
de RealDoll.
Vivimos ya en la era de la inteligencia artificial.
Desde la red social que sabe lo que nos gusta ver por las mañanas hasta
el servicio de streaming que anticipa qué película nos apetece ver.
“Creo que la inteligencia artificial es lo más importante en lo que ha
trabajado la humanidad, creo que es más profundo que la electricidad o el
fuego”, dijo en Davos el pasado 24 de enero Sundar Pichai, presidente ejecutivo
de Google. Según Pichai, los riesgos de la inteligencia artificial son
“importantes”, hasta el punto de que hace falta una conferencia internacional
sobre el asunto al estilo del Acuerdo de París contra el cambio climático.
Proyectos como el de McMullen pueden ser una anécdota
en la evolución de los servicios de inteligencia artificial, o pueden ser uno
de esos momentos que recordaremos como el principio de algo. Los primeros
robots sexuales. Robots no en el sentido de la articulación, eso ya llegará,
sino de su capacidad de interactuar con humanos, responder a sus estímulos y
aprender de ellos. La muñeca sexual puede parecer una aplicación estrafalaria
de la inteligencia artificial, pero al fin y al cabo estamos hablando de las
necesidades más básicas del ser humano, del origen de frustraciones,
satisfacciones y obsesiones muy complejas, en las que las máquinas nunca han
tenido nada que decir. ¿Qué aplicación de la inteligencia artificial es más
estimulante? ¿Mejorar el tráfico urbano? ¿O ayudar contra la soledad y la
tristeza? ¿Puede una máquina hacer eso? McMullen asegura que sí.
“Todo lo que hacemos es pensando en ayudar a alguien,
en algún sitio”, afirma McMullen. “Es más profundo de lo que la gente piensa.
No es pornográfico. Yo quiero hacer arte, me da igual si es una vagina o un
pene”. La muñeca inteligente “será útil para gente que no tiene conexiones con
la sociedad o que no es capaz de hacer esas conexiones”. Así es como ve su
producto. “He conocido a muchos de mis clientes, que me han contado la relación
que tienen con las muñecas y he visto que es más que un juguete sexual. Es como
una terapia contra la soledad. Tengo cartas de gente que me cuentan que la
muñeca les ha dado una vida mejor”.
En el taller vienen inevitablemente a la cabeza las
fantasías más recientes sobre cómo será la relación de los humanos con los
robots inteligentes de compañía. Según Westworld, los violaremos y
mataremos hasta que se rebelen. Según Ex Machina, nos seducirán y nos matarán
cuando seamos una molestia. Según Her, nos enamoraremos de ellos y
después nos romperán el corazón. “La fantasía de rebelarse y tomar el poder es
una fantasía de humanos, no de robots”, dice McMullen. “Los robots son creados
por humanos, para rebelarse tendrían que estar programados para ello. Y
entonces, ¿quién tiene la culpa? Mi robot está hecho para amar, no para asaltar
el poder”.
McMullen habla como si hubiera tenido este debate
muchas veces. “La inteligencia artificial puede ser peligrosa si le damos
control sobre los recursos militares, por ejemplo. Si le das el poder de hacer
daño a la gente. El Ejército puede ser peligroso, no esto. Esta chica no le va
a hacer daño a nadie”. McMullen opina que “estaremos bien” si seguimos las tres
reglas de Isaac Asimov sobre los robots: 1. Un robot no puede dañar a un
humano. 2. Un robot debe obedecer a los humanos excepto para infringir la
primera regla. 3. Un robot debe proteger su existencia siempre que eso no
infrinja las dos reglas anteriores.
Modelo de la muñeca Harmony, que estará conectada a una aplicación de
inteligencia artificial. APU GOMES
Pero el debate que abren los robots de compañía es muy
particular. “Veo un futuro en que podrás comprar un robot sexual y configurarlo
en casa como quieras”, dice por teléfono Vic Grout, profesor y autor
especializado en el futuro de los ordenadores. Existe todo un mundo de
asociaciones y publicaciones dedicado al debate sobre los robots sexuales en el
que Grout ha escrito sobre sus consecuencias éticas. El primer problema que ve
Grout es la personalización. “La preocupación más obvia es que se hagan niños.
Hay negociantes sin escrúpulos que ya hacen muñecas sexuales infantiles. ¿Qué
es lo que estamos dispuestos a aceptar como sociedad? Por ejemplo, podemos
aceptar que estaría bien recrear a una pareja muerta. ¿Por qué no una persona
viva?”.
En el caso de Abyss, McMullen explica que se niegan a
aceptar encargos de muñecas que se parecen a alguien. Tienen modelos de
estrellas porno famosas como Stormy Daniels, pero para ello han licenciado su
imagen. Para reproducir a una persona real el cliente debería llevar un permiso
expreso de esa persona, y aun así se lo pensarían, afirman. “A veces la gente
pide una muñeca azul, con orejas de elfo, cosas de fantasía”, explica McMullen.
Eso lo hacen. “Una vez un cliente nos pidió que hiciéramos una muñeca cubierta
de pelo de arriba abajo, como un licántropo. No lo hicimos”. Afirma que el 1%
de los clientes son “raros”. “Lo normal es que alguien encuentre lo que busca”.
Obviamente, no pueden saber si las peticiones específicas de una muñeca son
para que se parezca a una persona real. Pero si la muñeca es por encargo al
100% se puede tardar hasta un año en hacerla y cuesta unos 50.000 dólares, lo
cual viene a ser disuasorio.
“Puedo aceptar argumentos legítimos de que tiene una
parte buena”, continúa Vic Grout, “en términos de ayudar contra la soledad”.
“Te va a permitir experimentar en tu casa con tus propios límites. Puede ser
bueno en un sentido que des salida a cosas que no puedes hacer en el mundo
real”. Pero al mismo tiempo puede derivar en dependencia. “Sabemos, desde el
Tamagochi, lo fácil que es para los humanos hacerse adictos a la tecnología. Si
se expande a los robots sexuales tenemos problemas. Igual que hay adictos a la
pornografía, el potencial para la adicción al robot y para la psicosis es muy
real”. Por último, alerta del concepto perverso del sexo que puede provocar en
algunas personas. “El sexo no es algo que una persona le hace a otra. Tiene que
haber reciprocidad. El robot sexual sale de una caja. Te vas a acostumbrar a
que haga y diga lo que quieras y eso no es el mundo real”, apunta Grout. “Hay
que reconocer que este es un terreno desconocido y peligroso que no sabemos
dónde nos lleva”.
El mercado no va a esperar la respuesta. La idea está
ahí, la tecnología existe y ya hay alguien haciéndolo. Abyss tiene previsto
empezar a despachar pedidos antes de esta primavera. Las primeras experiencias
de usuario empezarán entonces a alimentar y dar forma a la aplicación de
inteligencia artificial. Una versión masculina del robot está en preparación.
“Tengo tanta gente que quiere invertir que no puedo llevar la cuenta”, asegura
McMullen. “Hasta la gente a la que le asusta, secretamente quiere ver cómo
funciona”. Las muñecas sexuales inteligentes son una realidad y nos
encontraremos con una tarde o temprano, sin saber aún cuál es su sitio en la
sociedad. “Los humanos pueden vivir con robots y aceptarlos como algo más que
muñecos. Van a ser parte de nuestras vidas, nos guste o no”.
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