Las películas de Hollywood son el cielo y el infierno
de la divulgación histórica. Por un lado, permiten dar a conocer períodos
olvidados de nuestro pasado al gran público. Por otro, en algunos casos caen en
exageraciones que generalizan ideas erróneas entre los espectadores. Esto
último es lo que ha ocurrido con la prostitución
en la Antigua Roma. Una práctica que
en la gran y en la pequeña pantalla se rodea de lujo y de glamour pero que, en
realidad, solía llevarse a cabo en tugurios
pestilentes y bajo la atenta mirada de un proxeneta ansioso de que el «servicio» terminara para que
pasara el cliente siguiente. Otro tanto sucedía con unas meretrices que carecían de
lujos y que eran consideradas, de forma literal, la «infamia» de la sociedad.
Para los romanos la prostitución navegaba entre dos
peligrosas aguas. A nivel social era vista como un mal necesario. Ejemplo de
ello es que autores como Catón
el Viejo (234-149
a. C.) la definieron como una auténtica bendición debido
a que permitía a los jóvenes dar rienda suelta a sus más bajos deseos sin
«molestar a las mujeres de otros hombres». Con todo, tan real como esta visión
es que, según explica la doctora en historia Lucía Avial en «Breve historia de la vida cotidiana en el Imperio Romano»
(Nowtilus, 2018), «los romanos situaron a las personas que ofrecían su cuerpo
por dinero en los espacios más despreciables de la sociedad».
¿Cuál es la verdad de la prostitución en esta época?
La realidad es que esta práctica fue evolucionando durante la República
y el Imperio. Además, lo que
sí está claro es que el «oficio más viejo del mundo» aparece ya en los orígenes
de la propia ciudad. Así lo afirma la historiadora Carmen Herreros González en su dossier «Las meretrices romanas: mujeres libres sin derechos». Y es
que, en sus palabras, los mismos fundadores de Roma fueron amamantados por una
trabajadora del sexo. «En efecto, la tradición habla de una loba, la lupa,
que en latín no quiere decir sino puta y que se refiere a la que, habiendo
hecho gozar al dios Marte,
recibió en recompensa por el placer proporcionado casamiento con un hombre
inmensamente rico», explica la autora.
Mal necesario
Desde ese momento la prostituta es una figura que se
puede encontrar de forma perpetua en Roma. Sin embargo, no fue hasta la Segunda Guerra Púnica (aquella en la que Aníbal plantó
cara a las legiones entre los años 218 a. C. y 201 a. C.) cuando se empezó a
entender la lujuria como una parte del ocio del ciudadano. Así lo afirma Rubén Montalbán, investigador del
Departamento de Antropología, Geografía e Historia de la Universidad de Jaén,
en su informe «Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma»: «A
partir de entonces aparece como un elemento indisociable de la vida romana. Se
observaba como una actividad necesaria para evitar peligros a las matronas
[mujeres con un comportamiento irreprochable] casadas».
El mismo comediante Plauto (254
a. C. - 184
a. C) dejó claro esta visión de la prostitución en uno
de sus múltiples textos: «Nadie dice no, ni te impide que compres lo que está
en venta, si tienes dinero. Nadie prohíbe a nadie que vaya por una calle
pública. Haz el amor con quien quieras, mientras te asegures de no meterte en
caminos particulares. Me refiero a que te mantengas alejado de las mujeres casadas, viudas, vírgenes y
hombres y éfebos hijos de ciudadanos.
Pintura mural de un prostíbulo
De la misma opinión era el escritor del siglo I Valerio Máximo, quien narró una
curiosa historia en la que un padre decidió enviar a su hijo a un lupanar para
que se desfogara y dejara de importunar a una mujer que ya compartía la vida
con otro hombre.
El propio Catón
el Viejo (también apodado «el Censor» por su defensa de la virtud y la moral romana) veía
positiva la existencia de los lupanares. En una ocasión incluso felicitó a un
joven al que vio salir de un prostíbulo ya que, con aquella práctica, evitaba
molestar a una matrona. La misma Herreros, en su estudio «Sequere me: tras la huella de las prostitutas en la Antigua Roma»,
desvela que «incluso los hombres casados eran justificados» cuando mantenían
relaciones sexuales con una meretriz porque, así, «saneaban su matrimonio». «Esto demuestra que actuaban en favor de
la salud pública», afirma el historiador Jean-Noël Robert en «Eros romano: sexo y moral en la Roma antigua».
Los romanos creían que la prostitución evitaba que los
jóvenes molestaran a las mujeres casadas
Sin embargo, aunque la prostitución era entendida como
un mal necesario, la meretriz («meretrix», la que «se ganaba la vida
ella misma») era despreciada por el ciudadano de a pie. «En la sociedad romana,
la infamia era el principal
rasgo que caracterizaba a este oficio, ya que se consideraba que las
prostitutas carecían de dignidad moral precisamente por el hecho de ejercer la
prostitución», señala Avial. En sus palabras, estaban en el escalón más bajo de
la sociedad debido a que «ponían a la venta su cuerpo sin dedicarlo
exclusivamente a la procreación, como hacían las demás mujeres».
Herreros añade que estas mujeres eran consideradas «personas torpes», «apelativo que hacía
referencia en el derecho romano tanto a la bajeza moral como a la incapacidad
de ser titular de ningún derecho».
Tipos de prostitutas
¿Cómo llegaba una mujer romana a convertirse en una
prostituta? Lo más habitual es que, tanto en la época de la República como del
Imperio, la meretriz proviniera de una familia extremadamente pobre que había
decidido abandonarla al nacer. También podían ser pordioseras, esclavas que
eran obligadas a vender su cuerpo o delincuentes.
Con todo, Herreros desvela que también había ciudadanas libres que se sentían atraídas por este tipo de
vida o jóvenes violadas que
optaban por este trabajo tras haber soportado la marginación. «Estas últimas
sufrían un estigma social que las culpaba a ellas de la violación», añade
Avial.
Dentro de estos grupos había diferentes categorías. La
más alta era la de cortesana.
Estas eran prostitutas de lujo bellas,
refinadas y con buenos
modales que podían pasar meses con sus clientes. Solían ser respetadas por los
hombres que las contrataban y hasta se les permitía participar en las
conversaciones masculinas y dar su opinión (algo impensable para el resto de
meretrices).
Pintura de un lupanar romano
Con todo, debían mostrar a su cliente el mismo respeto
que tendrían a su marido, un comportamiento que no era habitual en el resto de
prostitutas. «En ningún caso este respeto debe confundirse con el “affectio
maritalis” [el amor que se profesan las parejas], porque lo que estaba en
juego era realmente la profesionalidad de la prostituta», explica la propia
Herreros y la también historiadora Mari
Carmen Santapu Pastor en su estudio conjunto «Prostitución y matrimonio en Roma ¿Uniones de hecho o de derecho?».
A continuación estaban las mesoneras o venteras,
mujeres que no eran prostitutas como tal, pero que regentaban una posada y
decidían ganarse un dinero extra manteniendo relaciones sexuales con los
clientes. De hecho, era habitual que los romanos asociaran el oficio de
tabernera con el de meretriz. «Estas mujeres solían estar casadas, pero a los
maridos no les importaba» completan las autoras. La última categoría era la de
aquellas jóvenes que no tenían dinero para sobrevivir o esclavas que mantenían
relaciones sexuales en un burdel.
Dependiendo del prestigio de la prostituta en
cuestión, los clientes solían pagar entre dos y dieciséis ases (lo
que equivalía a un denario de plata) por mantener una relación sexual con ella.
La característica principal era que siempre
se entregaba el dinero por adelantado. Solo para hacernos una idea de lo
que costaba un «servicio», los legionarios romanos cobraban, a principio del
siglo II, un sueldo de 300 denarios al
año. Al menos, así lo explican Joël
Le Gall y Marcel Le Glay en su libro «El imperio romano», editado por Akal.
La dureza del prostíbulo
De entre todos los lugares en los que se solía
practicar el sexo con prostitutas, los «fornices» («prostíbulos»)
eran los más populares. Eran tugurios ubicados en los barrios más concurridos.
En palabras de Herreros, en el Subura
(entre las colinas del Quirinal y Viminal) se hallaban las
meretrices más populares, mientras que en el Trastévere (el corazón de la ciudad) se podían encontrar
los burdeles más sucios y pestilentes.
«El superpoblado barrio de Subura es el que poseía la peor fama de toda Roma, siendo el
refugio de ladrones, sicarios, lanistas, lenones y prostitutas de la más baja
condición social», completa Montalbán. Según Plauto, en este último era posible
«alquilar a las prostitutas más baratas» y se podía ver a padres prostituyendo
a mujeres e hijas para sobrevivir. «En estos barrios de calles estrechas
habitaban en pequeñas insulae las prostitutas de la condición social más
baja, sin higiene alguna y compartiendo habitaciones normalmente con compañeras
de oficio, debido a los altos precios que debían pagar por los alquileres»,
añade Montalbán.
El barrio en el que se encontraban las prostitutas que
prestaban servicios más baratos era el de Subura, un auténtico nido de
depravación
En todo caso, era muy sencillo toparse los prostíbulos
una vez dentro de los barrios, ya que los dueños ubicaban en sus puertas un falo de piedra pintado en rojo bermellón.
«El pene erecto se consideraba un símbolo de buena suerte, por lo que era muy
habitual encontrarlo también en los carteles que indicaban los servicios que
allí se ofrecían», añade la autora de «Breve historia de la vida cotidiana en el Imperio Romano».
El interior de los prostíbulos era repugnante ya que,
además del mal olor, sus paredes estaban decoradas con pintadas obscenas hechas
a mano por los clientes. Las prostitutas trabajaban en pequeñas «cellae»
o habitaciones donde recibían a los clientes. En la puerta de las mismas, el
dueño podía poner el nombre de la meretriz (que solía ser falso) y su
especialidad sexual. Estas estancias, al igual que las exteriores, eran
pintadas con escenas obscenas.
En los lupanares reservados a la plebe, los más
paupérrimos, las «cellas» eran más bien cuevas o cavernas subterráneas
abovedadas llamadas «fornis» Horacio,
escritor de la época, afirma que estas estancias despedían un hedor nauseabundo
que aquellos que pasaban por ellas llevaban consigo mucho tiempo después.
El personaje más controvertido de todo el prostíbulo
era el «leno» («chulo»). A efectos prácticos era el
dueño del local y el encargado -entre otras cosas- de contratar o comprar a las
esclavas que ejercerían la prostitución. «Tenía muy mala reputación porque se
trataba de un hombre sin escrúpulos. Se caracterizaba por la falta de honradez
y por el hecho de que no podía acceder a los cargos públicos», desvela
Herreros.
A su vez, era el encargado de controlar que los
clientes no excedieran el tiempo establecido para el coito. «A esto debemos
añadir que el acto sexual en el mundo romano no contaba con los preámbulos
amorosos que hoy día parecen fundamentales», completa la experta. Ejemplo de
ello es la inscripción que se puede leer, todavía a día de hoy, en un lupanar
de Pompeya:
«Llegué aquí, follé, y regresé a casa».
Para terminar, el «leno» también contaba con varias
fichas o monedas en la que había grabada una posición sexual. A pesar de que
existe cierta controversia alrededor de las mismas, es más que probable que
fueran utilizadas por el «chulo» para que los clientes extranjeros pudieran
seleccionar la «especialidad» que querían recibir.
Prácticas sexuales
Más allá de la tiranía del «chulo», lo que está claro es que las prostitutas eran las
protagonistas indiscutibles. Todos los autores coinciden en que las meretrices
solían ubicarse en la puerta de los lupanares para tratar de atraer clientes.
Para ello iban ataviadas con túnicas
cortas de colores chillones o incluso transparentes. Lo más
curioso es que no se ponían estos vestidos solo por llamar la atención de los
hombres, sino porque, según la ley, debían usar una ropa diferente a la de las
matronas para evitar malos entendidos. A pesar de todo, según fueron pasando
los años las «mujeres decentes» (como eran conocidas) fueron adoptando estos
ropajes.
A su vez, y después de que las conquistas de las
legiones llevaran hasta la ciudad a mujeres rubias, era habitual que las
prostitutas se tiñeras los cabellos de
este color o -si no disponían del dinero suficiente- se compraran
una peluca. «Esta blonda peluca
hecha con cabellos o crines dorados, teñidos, parece haber sido la parte
esencial del disfraz completo que la cortesana se ponía para ir al lupanar,
donde entraba con un nombre de guerra o el de profesión», desvela Juan Pons
en su decimonónica «Historia de la prostitución en todos los pueblos del mundo: desde la
antigüedad más remota hasta nuestros días». Este complemento lo
mantenían incluso en el prostíbulo.
Las prostitutas usaban pelucas rubias y se maquillaban
para diferenciarse de las matronas romanas
Para diferenciarse todavía más de las matronas, y para
lograr cautivar a los clientes, Herreros afirma que las prostitutas solían
cubrirse toda la cara con «afeites
variados», ponerse coloretes en
las mejillas, «agrandarse los ojos con carboncillo»,
pintarse con una espesa capa de maquillaje
y untarse los pezones con
purpurina dorada. De esta guisa, una meretriz de una edad considerable
podía engañar a los hombres y extender su vida laboral unos años más.
También era habitual que se afeitasen siempre que el dinero se lo permitiera, ya que
era bastante caro. Todo el cuerpo pasaba por la cuchilla, incluyendo sus partes
íntimas, que -según la experta- «pintaban
de rojo bermellón» y no cubrían con ropa interior.
No obstante, algunas de las prostitutas consideraban
innecesarios estos cuidados ya que lo habitual era que el acto sexual se
practicase al caer de la noche.
Antes era un privilegio de recién casados. De hecho, mantener relaciones en una
estancia muy iluminada no era adecuado. Y otro tanto pasaba con la ropa.
«Estaba muy mal visto que las mujeres hicieran el amor completamente desnudas, incluidas las prostitutas», añade la
autora.
Representación de un prostíbulo romano
Las meretrices tampoco podían usar zapatos, aunque era
habitual que se saltasen esta norma y se grabasen en las sandalias palabras
como «Sequere me» («Sigueme»).
Estos términos quedaban inscritos en el polvo cuando caminaban y los clientes
los seguían para encontrarse con ellas.
Pero lo más llamativo de las prostitutas es que fueron
una figura transgresora. En la sociedad romana, el hombre era quien tenía el
rol dominante en todos los sentidos y, entre ellos, se incluía el sexual.
Durante el coito, debía ser siempre la figura activa. Sin embargo, las
meretrices lograron equipararse a ellos. Así pues, no era raro que solicitaran
a sus clientes que les hicieran «fellationes» o «cunilinguus», prácticas que
solían relegar a quien las llevaba a cabo a un nivel inferior. «La peor
acusación que se le podía hacer a un ciudadano era la de ser poco viril, es decir,
actuar como pasivo en el amor»,
añade, en este caso Avial. Ellas, no obstante, lo lograron.
Manuel P. Villatoro
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