· La maestría de Bellocchio frente a la radicalidad suicida de Kechiche
Una imagen de Mektoub, 'My Love: Intermezzo'.
Todo Festival merece una escena. Y ésa se encuentra,
hundida en el baño de una discoteca, más allá de la mitad 'Mektoub, My Love:
Intermezzo', de Abdellatif Kechiche.
Hablamos de la película que sigue, como un torrente sigue a otro torrente, a 'Mektoub,
My Love: Canto uno'. En árabe 'mektoub' significa destino. La
protagonista a la que da vida Ophélie Bau se encierra con su amigo. Es sólo una
pausa. Lo que viene después es un cunnilingus
transparente, sucio, feliz y en acto de guerra de 12 minutos de
duración. Abrasa con la contundencia
que lo podría hacer un plano inspirado de Pialat, un verso perdido de Bukowski
o, menos lírico, una descarga de alta tensión en las meninges. 12
minutos, para según qué cosas, es mucho. Quizá no para una misa gregoriana (son
30 en realidad) pero para lo que los peluqueros finos llamaban "hacerse
rizar el bigote" es bastante.
Aunque el protagonismo se lo llevarán estos 720
segundos, uno encima del otro, la jornada fue mucho más larga. Justo al lado de
la película citada, Marco Bellocchio presentó una de sus producciones más depuradas (la más cara de su carrera,
según confesó), precisas y violentas de los últimos años; inmisericorde en su
voluntad de verdad y hasta cruel en la presentación de los hechos. 'Il
traditore' cuenta la historia de Tomasso Buscetta, el hombre que con su
declaración y la ayuda del juez Falcone desmanteló el entramado entero de la
Cosa Nostra. No es tanto crónica
social, que también, como el minucioso estudio de la tipología de un mito.
Es la historia
transfigurada en tragedia clásica por obra y gracia de la mano maestra de un
cineasta cabal.
Y dicho lo cual, volvemos a la fiesta. Pues eso es de
forma completa la cinta de Kechiche. El hombre que asombrara al mundo con la
Palma de Oro por 'La vida de Adèle' (cuenta que la tuvo que empeñar para
llevar a cabo el proyecto que le ocupa) lleva desde entonces entregado a la
composición de un tríptico que es celebración
naturalista de la carne con la misma claridad que lo es de la duda, el
deseo y la herida. Si en la primera entrega contaba la historia de alguien
parecido a él mismo, pero joven, que llega desde París a su casa familiar de la
costa para reencontrarse con miles de cuerpos encendidos, ahora lo mismo, pero
de manera mucho más radical.
La película anterior estaba literalmente construida sobre los planos de transición,
sobre ese espacio que el cine dedica a gestos como el silencio, el ruido, la
sensación de viaje. Toda ella se imaginaba a sí misma como un gran fuera de
campo de un relato quizá olvidado para siempre. Era una obra que se alimentaba
de su caos y, en su irracionalidad, en su ausencia total de explicaciones, levantaba una reivindicación metafísica de
la gravedad de lo leve, de lo esencial de lo accesorio, de la necesidad
de la urgencia. Eran tres horas vividas en una única respiración. Los cuerpos
se bañaban, se bronceaban, bailaban y se atraían en un estado muy cerca de la
fiebre.
Pues bien, como decíamos, Kechiche sube la ambición y
la temperatura. Ahora todo, o casi, discurre en el interior de una discoteca de
los años 90 donde todavía no había prendido la mecha del racismo. Nada que ver
con nuestro tiempo. El director
abandona todo impulso narrativo o incluso conceptual para dejar que la
superficie sea el único centro posible. Apenas unas tramas levísimas se
ofrecen como testigos del relato incompleto que por fuerza es la juventud.
La película se abre con un desnudo y con un desnudo se
cierra. Entre medias, unas eternas secuencias de baile con la cámara
literalmente pegada al culo. Y no es
metáfora. Es culo. Si en su momento, el director recibió críticas por su
contemplación machista y heteropatriarcal del sexo lésbico y posteriormente
volvió a recibirlas por, sencillamente, 'voyeur' salido, ahora hace pleno. Las
críticas pueden venir de los dos lados. Él
se defiende y mantiene que, donde los otros ven exhibicionismo rijoso, él sólo
contempla mujeres poderosas, libres y dueñas de su sexo. Lo cierto es
que da toda la impresión que Kechiche ha decidido enrocarse hasta el simple
desenfreno en cada una de las recriminaciones contra él lanzada.
Por decirlo en corto, la película se antoja sencillamente insufrible. Estamos ante un 'tour de force' a un paso
escaso del suicidio. Son casi cuatro horas de metraje frente a la piel
abierta de par en par y agitada al ritmo inaudito de lo incomprensible.
Kechiche no quiere matices y, en su ofuscación, lanza directamente la película
contra la retina del espectador. Y así
hasta llegar a un cunnilingus celebratorio, húmedo y tan higiénica como
perfectamente enfangado. Todavía queda una tercera entrega y, por dios,
qué ganas.
Marco Bellocchio en la presentación de 'Il
traditore'.REUTERS
La poderosa mirada de Bellocchio
Por lo demás, Marco Bellocchio regresa a una de esas
biografías iluminadas que recorren buena parte su cine: desde la cumbre de 'Buenos
días, noche', alrededor de una militante de las Brigadas Rojas, a la
visceralidad de 'Vincere', sobre Benito Mussolini. El director se
confiesa un apasionado de la historia como constructora de mitos. Y pocos tan
fascinantes en los últimos años de Italia como la de Tomasso Busceta. Él fue el
primero de los arrepentidos y sobre su testimonio, el juez Falcone y los que
vinieron después tras su asesinato en mayo de 1992, consiguieron encarcelar a
buena parte de la cúpula de la Cosa
Nostra empezando por el temible y callado Toto Riina.
La película narra a escoplo, y de la mano de un
inmenso Pierfrascesco Favino, el
recorrido que va desde la desesperación al más simple acto moral. Busceta
no fue un héroe. Simplemente desarrolló un instinto de supervivencia cerca de
lo milagroso. Y así hasta convertirse en el mayor de los traidores y el más
necesario de los hombres. Todo a la vez.
La película avanza siempre en sentido recto. La
violencia es seca, sin manierismos, y cada uno de los interrogatorios es
filmado como si se estuviera produciendo en ese momento. El resultado es una
exploración hasta lo más hondo y lo más turbio del alma hasta dibujar el perfil
exacto de asuntos tales como el miedo, la culpa, la responsabilidad o el mucho
más simple horror.
Y luego, la escena de marras, que no se borra ni con
30 misas gregorianas una detrás de otra.
LUIS MARTÍNEZ
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