Vista aérea de la ciudad del Gran Zimbabue. CHRISTOPHER SCOTT ALAMY
En 1949, el
periodista alemán C. W. Ceram, seudónimo de Kurt Wilhelm Marek, publicó el más
conocido de los libros de divulgación arqueológica que jamás se ha escrito, Dioses, tumbas y sabios. La obra, en estos 70 años, ha vendido millones de ejemplares (se sigue
reeditando) y ha sido traducida a 28 idiomas. Ahora, el antropólogo inglés
Brian Fagan ha publicado Breve historia de la arqueología (Biblioteca Nueva), un trasunto actualizado de la
obra de Ceram y que hila, página tras página, los más espectaculares hitos de
la arqueología y la paleontología universales.
Con estilo ameno y
didáctico —Fagan no da nada por supuesto—, reconstruye la historia desde la
tarde del 25 de noviembre de 1922 en la que Howard Carter halló la tumba del
faraón Tutankamón, en Egipto, hasta la
jornada de caza de 1868 en la que Modesto Cubillas, un peón del marqués de
Santuola, encontró la entrada a la cueva de Altamira (Cantabria).
El libro, siempre
salpicado de anécdotas, recorre todos los continentes y hace hincapié en algunas
de las culturas más desconocidas para el gran público. En Zimbaue, en mitad de
las sabanas y próxima a humildes chozas construidas con varillas y arcilla, se
levanta una colina de grandes piedras rodeada de una imponente muralla pétrea y
coronada por una acrópolis de forma cónica y erigida sin cemento. Al excavar la edificación a
finales del siglo XIX —era un palacio—, aparecieron cuentas de vidrio de la
India, porcelana china, oro, objetos de cobre, marfil de elefante… Una
tecnología y arte que no cuadraba con la que disponían los empobrecidos
habitantes de la zona. Fue construida, según los análisis de radiocarbono,
entre el 950 y el 1450 de nuestra era.
El complejo
monumental contravenía las teorías racistas y de superioridad blanca que
imperaban en el sur de África en aquellos años. Así que los colonos blancos
decidieron que la gran ciudad no había sido levantada por los atrasados
bantúes, sino por los muy desarrollados europeos que la abandonaron por causas
desconocidas. “Entonces podía argumentarse que sus sucesores —los blancos que
estaban desplazando a los lugareños y quedándose con sus tierras— solo
recuperaban la tierra que habían tomado los africanos cuando derrocaron a este
reino [blanco] que alguna vez fue grandioso”, escribe Fagan. Las excavaciones
que los colonos de origen europeo encargaron a un periodista sin experiencia
arqueológica llamado Richard Hall confirmaron sus aseveraciones racistas: más abalorios
de oro, lingotes de cobre, gongs de acero, fina porcelana... Inconcebible para
un africano.
Pero en 1928, la
afamada arqueóloga inglesa Gertrude Caton-Thompson llegó a Zimbabue. Excavó de
manera profesional la ciudad y demostró que el complejo palaciego partió de
“una pequeña aldea de agricultores africanos antes de expandirse de manera
sorprendente, construir edificaciones en piedra y recintos amurallados”. “Este
sitio arqueológico había sido inspiración y construcción totalmente africana”,
concluyó.
Los colonos blancos
se enfurecieron e impidieron nuevas investigaciones en las tierras que habían
arrebatado a los bantúes. Así nadie volvió a excavar hasta 1950, cuando una
datación de radiocarbono confirmó los estudios de Caton-Thompson, que explicaban
que “las interpretaciones racistas del pasado no se sostenían frente a los
datos argumentados provenientes de una buena excavación”.
El libro cuenta
también la historia del brutal y violento emperador chino Qin Shihuangdi, que
ingería grandes cantidades de mercurio porque creía que este le haría inmortal.
Pero fue justo al contrario: lo mató en el 210 a. C. De hecho, por si el metal
líquido no le confería la vida eterna, se fue construyendo a lo largo de su
reinado, a unos 40 kilómetros de la ciudad de Xian, un indescriptible túmulo
sepulcral. Alrededor de 700.000 hombres trabajaron día y noche para cumplir los
deseos de su amo. Un ejército de artesanos creó así un reino subterráneo
rodeado de una muralla de cinco kilómetros, con réplicas de palacios y edificios,
cuyos techos estaban cubiertos de perlas para imitar las estrellas. Ríos y
lagos de mercurio regarían aquel inframundo para siempre. Acabado el trabajo,
sus constructores fueron asesinados, todo tapado por un túmulo de 43 metros de
alto y recubierto de árboles para borrar su rastro.
Para imaginarse la
magnitud de la obra, hay que recordar que en 1974 un grupo de excavadores abrió
un pozo a unos 2,5 kilómetros del escondido túmulo. Encontraron un soldado de
terracota de tamaño natural. "Luego hallaron otro, y otro, y otro,,,", dice Fagan. Solo en ese punto
se encontraron 11 corredores paralelos de más de 200 metros de longitud
repletos de soldados que formaban 40 columnas de cuatro filas cada una. Cada
militar vestía una cota de malla de cables de cobre. Todos los personajes
tenían un rostro distinto, "sin expresión, sin emoción aparente".
Iban recubiertos de uniformes brillantes, ahora de color marrón claro por el
paso de los siglos. Luego, aparecieron seis carros con caballos, rodeados de
cuadrillas de infantería. Solo los oficiales que conducían las monturas
"mostraban una ligera sonrisa".
En 2012, se halló el
primer complejo palaciego completo de Xian, con un patio central y un edificio
adyacente. "Habrá arqueólogos trabajando en los memoriales de Qin durante
muchas generaciones", máxime cuando se ha localizado también el gran
palacio imperial, donde puede estar la tumba del sátrapa. Pero el Gobierno chino
ha parado los trabajos. Temen que la tecnología disponible no se halle a la
altura de la importancia del yacimiento. Y luego está el mercurio, el que mató
al emperador, y cuyos "ríos y lagos subterráneos" también podrían
acabar con la vida de los arqueólogos.
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