Cada vez más
empresa multiplican la oferta para aquellos que desean pegarse la gran fiesta.
Esta es la crónica de un resacón en Las Vegas, versión ibérica
Diademas con penes luminosos, velos con penes que
cuelgan, camisetas de penes estampados, penes de plástico amarrados a la
bragueta. Podría parecer la narración del sueño de algún obseso sexual o la
enumeración de los ingredientes para la ceremonia iniciática de una extraña
hermandad adoradora de Príapo. Pero se trata de los elementos de una historia
muy terrenal y, en el fondo, más bien prosaica. La crónica de un resacón en
Las Vegas, versión ibérica. Con el buen tiempo aflora la
temporada alta de las despedidas de soltero, añejo ritual de transición vital,
que suele expandirse desde marzo hasta octubre. Nos hemos colado en tres de
estas fiestas multitudinarias a lo largo de distintos fines de semana. Una en
el embalse de Entrepeñas (Guadalajara), las otras dos en Gijón y Granada. Como
un collage fabricado a base de retales de cada una, vamos a dibujar el
retrato robot de un día de adiós a la vida sin ataduras. Con el paso de las
horas, y de las páginas, se irán revelando todos sus componentes: las
actividades, los disfraces, los complementos, los cánticos, los paseos en
limusina, los strippers. Y, sobre todo, la exaltación de la amistad
mediante litros y litros de cerveza y sangría. Pongan el despertador temprano
porque aquí no solo se trasnocha: también se madruga.
A una hora y media de Madrid, en la
Alcarria Baja, provincia de Guadalajara, el panorama
parece transportado desde algún lugar remoto. Como un rincón del Mediterráneo
en plena Castilla. Frondosos y estilizados pinos, carreteras zigzagueantes que
ascienden montañas, el viento que insufla el refrescante aroma del agua. A la
vuelta de una curva, emerge un lago de un azul intenso, cristalino. En realidad
se trata de un embalse, Entrepeñas, construido en época franquista. Pero si se
decide obviar esa información, el paisaje se percibe perfectamente idílico. En
medio de un camino de grava apartado de la carretera se avista un cartel: Hotel
del Terror.
Un grupo de mujeres celebra una despedida a bordo de
una limusina en Gijón. Felipe Hernández
Y una flecha que apunta más al fondo. Se trata de la
versión invernal de un complejo turístico que en los meses de calor se cambia
de traje para acoger sobre todo fiestas de despedida. Una señorial casa de
tejados de pizarra se yergue rodeada de un espacioso jardín con una piscina con
vistas al pantano y varios campos de juego, con un futbolín a escala humana y
dianas para lanzar tiro con arco. A un lado se abre una estrecha y empinada
senda que desciende hasta el agua, donde, en torno al muelle, aguardan quietas
unas canoas y una tabla de paddle surf. Al acercarnos al resort,
comienzan a escucharse gritos. Gente corriendo por todas partes, empujones,
tropiezos, amagos de caídas. Pero no hay miedo, a pesar del precedente del
cartel. Solo bromas y muchas risas.
Unas 60 personas compiten en una yincana que se
extiende por todo el perímetro. Participan los cinco o seis grupos que han
coincidido aquí este sábado, día grande de las despedidas. Intentan entrar en
tropel a la casa y buscan pistas en cualquier recoveco mientras van sorbiendo
de sus minis. Marcan las doce de la mañana y ya parece haber candidatos
a soplar el alcoholímetro. ¿Lo bueno? Que aquí no hace falta coger el coche:
todo, desde los juegos hasta la cena, el baile con espectáculo y el
alojamiento, se concentra en el mismo recinto. El hotel pertenece a la empresa
Party Hotel, que cuenta con seis resorts como este en diversos puntos de
la geografía nacional. Su propuesta consiste en planificar todo el fin de
semana, de principio a fin, de modo que los clientes solo tienen que
presentarse allí y dejarse llevar. “Montar una despedida es un rollo, y
nosotros se lo damos todo hecho”, resume Carlos Salord, el director, que sitúa
ahí la clave del éxito de este tipo de operadores —cada vez hay más—, que ofertan
packs con todo incluido.
—¡Hemos ganado!, celebran entre jadeos y aspavientos
unas chicas, ataviadas con faldas negras de lunares, orejas de ratita Minnie y
un silbato amarrado al cuello.
—Hola, soy periodista, estoy haciendo un reportaje.
¿Podría haceros alguna pregunta?
—¡Claro! —responden dos de ellas.
—¿Por qué celebráis aquí la despedida?
—Para qué te vas a meter en una casa rural, si ahí no
se hace ninguna actividad y a las dos horas estás hasta los hue… ¡Estás
cansado! —se ríe la más joven, Clara, una chica de 22 años que estudia y
trabaja en una gasolinera.
Antes de que termine de dar sus explicaciones se van
sumando otros colegas que empiezan a formar un corro cada vez más concurrido.
Dos chicas más. Otros tres chicos. Más gente. Cuentan que vienen de Alcalá de
Henares y otras localidades cercanas. Se acaban uniendo los novios, José y
Tamara. Sí, han venido los dos juntos.
—¿Cómo no habéis hecho vuestras despedidas por
separado?
—La idea ha sido de ellos, que les apetecía juntar a
las dos familias —contesta Cristina, una maestra de 27 años.
—Porque no me fío de ella —interviene el novio,
descamisado y con una pajarita amarilla, que pone una divertida cara de enfado
mientras sujeta su bebida.
—¡Sí, porque son muy guarrillos los dos! —se oye de
fondo a otro de los compañeros que se han incorporado al círculo.
—Di que no, ¡que llevan 20 años juntos! —apostilla
otro integrante, al tiempo que el padre del novio asoma la cabeza entre el
gentío.
—Oye, ¡que soy el patriarca! —chilla antes de que las
voces del coro se conviertan en una algarabía.
Una stripper baila con un novio durante una despedida en Granada.
El sábado en que se celebró, había más de 400 personas
haciendo sus fiestas por separado en un mismo complejo de ocio dedicado a estas
actividades. Felipe Hernández
Celebraciones mixtas como esta no suelen ser lo
habitual. Menos aún con los progenitores por testigo. En el resto de pandillas
que pululan por los alrededores, los chicos van con los chicos y las chicas con
las chicas. Son amigos, compañeros, hermanos, primos.
—¿Por qué os habéis disfrazado de Minnie?
—¡Porque ya llevábamos una pasta gastada, y este traje
era el más asequible… Además, vale para chicas y para chicos! —reconoce la más
joven.
—Oye, y acuérdate de poner en tu reportaje que hacemos
rejas a buen precio, puertas, barandillas… —agrega así, por las buenas, José,
el novio, que sigue con el ceño fruncido.
Luego nos enteraremos de que —claro— se dedica a la
cerrajería.
—¿Qué?
—Anda, sácanos una foto a todos juntos —pide otro
espontáneo, que se dispone a levantar un castillo humano. Para cuando se hunde
la estructura, ya hay otra pandilla cogiendo turno para tomarse una instantánea
parecida.
Concluido el trabajo fotográfico, damos una vuelta por
el jardín. Unos cuantos descansan en torno a la piscina, coronada por una
cabina de DJ que ahora está vacía. De pronto se suspende la calma cuando irrumpen
un par de chavales con una joven en volandas. Pretenden tirarla, pero acaban
zambulléndose los tres. Uno es el novio de la pajarita, que procede a cambiarse
de ropa. A la vuelta aparecerá con un escueto tutú rosa de bailarina.
Entretanto, cunde su ejemplo: varios van vestidos a la piscina. Al lado, unos
jóvenes dan toques a una pelota enfundados en sus camisetas de mensajes jocosos
y penes estampados. No sueltan sus minis. Por supuesto, hay barra libre
(de cerveza y sangría). De fondo acompañan éxitos de hoy y de siempre. “Dame
veneno que quiero morir”. “Hay que ser torero, poner el alma en el ruedo”. Otro
novio, este ataviado de Borat (ya saben, con un mankini verde flúor que
tapa lo justo para no llamar a la policía), baila —por decir algo— el clásico
verbenero de Chayanne del brazo de un colega. En el momento justo, el resto de amigos les cantan
los olés. “No importa lo que se venga pa que sepas que te quiero”. El
resto de juerguistas se sientan y beben bajo unos techados que proyectan sombra
sobre unas mesas, en las que en un rato se servirá paella y carne a la
parrilla. Después de comer, realizarán las actividades que han contratado: unos
marcharán al embalse y otros se quedarán en tierra firme.
Dos centuriones cargan a una novia. Felipe Hernández
Para la media tarde, nos trasladamos a un campo de
balompié. Pero no uno al uso: aquí se practica fútbol burbuja. Hemos volado
hasta Gijón, hervidero de jaranas en grupo. Dani y su pandilla, 10 chavales de
espaldas anchas unidos por su pasión común por el crossfit, se han decantado
por liberar adrenalina a base de darle patadas al balón. Bajo un sol que pica y
resuda, se enfundan unas bolas de plástico que les cubren de la cabeza a las
rodillas. Antes de darse cuenta acaban todos rodando, medio quebrados, muertos
de risa. Se nota que hacen deporte, porque no todo el mundo resistiría una hora
metido en una burbuja a 30 °C. “En Gijón hacen bastante bien las despedidas, es
divertido”, apunta Dani, que cuenta que su elección estaba entre aquí y Oviedo.
De madrugada, él y sus colegas se volverán a su pueblo, Lugones, en tren. “Los
coches se quedan aquí durmiendo”, afirma en tono responsable. El grifo de la
barra libre aún no está abierto.
Terminado el encuentro, montamos en un taxi que nos
deja a las puertas de un escape room. O sea, una sala donde se organizan
juegos de enigmas que hay que desentrañar en un tiempo limitado. La calle se
ve casi desierta, apenas se oye un ruido. Será por el calor inusual para estas
latitudes. De repente, se abre la puerta del local y sale una tromba de chicas
con bandas fucsias cruzadas sobre el pecho.
Vienen desde Colunga, otro pueblo
de Asturias. En un abrir y cerrar de ojos se genera un bullicio de comentarios
y carcajadas. “¡Enhorabuena!”, felicita una viandante a la novia, que se
distingue porque su banda es blanca y lleva una especie de antenas amarillas en
la cabeza. Para entonces asoma una limusina rosa chicle que aparca en la puerta
y sube el reguetón a todo volumen. Empiezan a repartir copas de plástico y
corre el champán. Mientras las jóvenes brindan en el interior, los transeúntes
siguen con la mirada al poco discreto vehículo. Algunos hasta señalan. Otros
saludan. Los niños no pueden disimular la sonrisa. Durante una hora, las
asturianas fardarán por las calles de la ciudad en su particular discoteca
móvil, con sus luces de colores y su televisión pasando videoclips. Por el
camino, eso sí, convencerán al conductor para que les cambie la música.
Prefieren algo un poco más calmadito. El destino final se llama La Buena Vida,
un amplio local donde se juntan decenas de grupos para disfrutar de una cena
con espectáculo conjunta.
—Es mejor llevar a chicas, porque a veces los chicos
van muy pasados —confiesa al final del trayecto el chófer, que es el padre de
la dueña de Gijón de Farra, empresa que monta shows en La Buena Vida,
así como otras actividades de despedida, como este familiar servicio de
limusina.
No existen
cifras oficiales, pero un fin de semana en temporada alta puede atraer a 2.000
o 3.000 juerguistas a ciudades como Gijón
Tras estacionar frente al restaurante, ubicado en una
zona de marcha junto a la playa de Poniente, varios espontáneos se acercan a
tomarse selfis junto al automóvil. En las calles aledañas se avistan más
camarillas que llegan a pie: unos van de sevillanas, otras chicas visten de Juego de tronos, hay un novio que lleva un traje de Aladín. Tiene la lámpara maravillosa,
la que hay que frotar para obtener los tres deseos, estratégicamente colgada a
la altura del cinturón. Los fiesteros van acumulándose en la terraza del
establecimiento, que podría pasar por la sede de un concurso de disfraces. Hay
un chico que se tambalea caracterizado de botella de kétchup. Varias jóvenes
portan las famosas diademas de penes. Por delante pasa un pelotón pedaleando y
chupando cerveza en una beer bike. Algunos desahogan sus emociones al
megáfono. Otros, con sus camisetas conjuntadas, prefieren mirar el partido que
echan por la tele. Los heterogéneos grupos llegan de distintas provincias, la
mayor parte del norte de la Península. Hay estudiantes, parados, trabajadores.
En un buen fin de semana, pueden juntarse 2.000 o 3.000 juerguistas de
despedida en Gijón, referencia de estas celebraciones junto a capitales como
Granada, Logroño o Salamanca. También suenan León y Albacete. Decimos capitales
porque, como indica Vicente Pizcueta, portavoz de Fasyde, la Federación de Asociaciones de Ocio Nocturno de
España, existe un componente “aspiracional” a la hora de
elegir los destinos. Los de pueblo van a la ciudad, también en gran medida a
Barcelona o Madrid. Los del interior optan por la playa, muchas veces Ibiza o
Benidorm. Allí nadie les va a reconocer y, además, aprovechan para escapar de
su día a día. Eso sin mencionar las propuestas deluxe: las que se trasladan
hasta Ámsterdam, Praga o Budapest, epicentros europeos de las despedidas. Hasta
en La Habana terminan algunas pandillas. “Es una idea que proviene del marketing”,
señala Pizcueta, que aporta luz sociológica a la tendencia hacia las
celebraciones cada vez más planificadas y masivas: la transición desde el afán
por lo material a la búsqueda de “experiencias”. “La crisis económica, unida al
envejecimiento de la población, ha provocado que la rutina de salir haya
cambiado drásticamente”, ilustra. “Ya no se sale tanto todos los fines de
semana, sino que se concentran las energías y los presupuestos. Cada vez hay
más grupos que se reúnen a festejar de manera singular”.
“La crisis
económica, unida al envejecimiento de la población, ha provocado que la rutina
de salir haya cambiado”
En su cruzada por la originalidad, las despedidas han
acabado convirtiéndose en un evento programado, predecible e idéntico a sí
mismo. Da igual Gijón que Granada: las actividades que se ofertan, las cenas y
las discotecas, los disfraces, todos acaban resultando parecidos. Los mismos
juegos, las mismas bromas, la misma música. Lo que no significa, ojo, que uno
no pueda entregarse y pasárselo de lo lindo. El problema radica en las minorías
que no saben regular la intensidad de su desfogue. Tras unos años en los que
varios Ayuntamientos —Madrid, Logroño, Salamanca y otros— han ido aprobando
ordenanzas para regular el desmadre, los empresarios del ocio nocturno aseguran
que la situación no se encuentra tan descontrolada como se temía. “Se trata de
un problema de más ruido mediático que real”, asegura Pizcueta. “Pero es cierto
que hay que tomar medidas para que la cosa no vaya a más”.
Desde 2012, Despedidas La Grotta monta veladas
multitudinarias a las afueras de Granada. Cuentan con un complejo de 30.000
metros cuadrados donde caben pistas de juegos, una zona para barbacoa y un
restaurante-discoteca. “Somos los más grandes de España y damos servicio a
20.000 personas cada año”, presume el propietario, César Simón. Sin pisar el
centro de la ciudad, las 420 almas sin pena aquí reunidas este sábado pueden
entretenerse por el día jugando a paintball o humor amarillo, una
actividad que consiste en atravesar casetas hinchables con obstáculos
inspirados en el programa de televisión homónimo de los noventa, y volver al
recinto por la noche en un autobús fletado por la empresa, que también busca
dónde dormir. Hay jornadas de hasta 800 personas.
Unas chicas juegan al paintball en Granada. Felipe Hernández
Como suele ocurrir en estos eventos nocturnos, en La
Grotta granadina primero se come y luego se disfruta de un show. Va todo en el
mismo paquete. De cena se sirven entrantes variados, carne o pescado con
patatas, dulces de postre. Todo regado con la consabida barra libre, que no
incluye las copas. “La calidad es mejor que en otra despedida de este estilo a
la que fui en Ciudad Real”, concede Marisa, de 36 años, que viene desde Malagón
para arropar a su hermana, de 25. “A mi edad esto ya no se vive igual”,
suspira, antes de que le interrumpa el clamor.
—¡Que viva la novia!
Vivas, cánticos, pitidos de silbato, gritos, más
pitidos.
Demasiados pitidos.
—¡Menos mal que aquí no nos conocen! —se oye resoplar
entre el gentío.
—¡Esa novia cómo mola, se merece una ola!
Brazos en el aire, las mesas se retiran. El reguetón
vuelve a inundar los oídos. Salen las gogós con sus movimientos sexis.
Enseguida aparece una drag de pelo verde y lengua viperina, que charla y
bromea con los grupos. Al final irrumpe el plato fuerte: los strippers
(que, eso sí, solo sugieren y no se llegan a desnudar del todo). Ahora hay un
muchacho musculoso bamboleando los pectorales ante la mirada de una atónita
novia. Se llama Adrián, y antes trabajaba de portero en La Grotta, hasta que, a
petición popular, se pasó a los escenarios. “Se cobra bastante mejor”,
condensa. Cerca se otea a un novio al que ni se le ve la cara: la tiene pinzada
entre las piernas de una chica sorprendentemente flexible. Sus amigos le rodean
y dan palmas. Algunos prefieren no revelar su nombre ni salir en las fotos:
unos son profesores, y otros, policías. Llegados a este punto, la velada se
aproxima a su culmen. Se encadenan los abrazos y las palabras balbuceantes.
Brillan los penes de plástico en las cabezas. El buen rollo se respira en el
ambiente. Suele ser la tónica en las despedidas a pesar de su mala fama.
“Nosotros también organizamos fiestas universitarias y se generan muchos más
problemas”, asegura Simón.
Destaca la
variedad de actividades que se realizan: spas, beauty parties, fiestas de la
espuma, fútbol burbuja, karting, tuppersex…
Otra cualidad que define a estas celebraciones se
halla en la cantidad de propuestas de ocio diurno que las rodean. Hay tantas
que dan para cubrir casi todos los gustos. A las que se han ido mencionando se
suman spas, beauty parties, sesiones de fotos, fiestas de la espuma,
experiencias virtuales, karting, tuppersex, shows de
magia, body paint, animaciones, monólogos, karaokes… Se puede hasta
contratar a dos forzudos caracterizados de centuriones para que pasen a la
novia montada en un trono. U organizar bromas como “la del puente”, que
consiste en vendar los ojos al incauto de turno y confundirle para que piense
que va a saltar desde una gran altura, cuando en realidad se encuentra en un
bordillo o frente a una piscina. “El año pasado, solo el 3% de nuestros
clientes contrataron actividades culturales, como visitas a la Alhambra”,
reconoce Simón, que explica que su empresa no organiza capeas (“somos
animalistas”), aunque sí ofrece servicio de burrotaxi (“supervisado por un
mulero, y en viajes de 15 minutos”). “Es una cuestión de modas”, agrega. “Ahora
pegan fuerte el humor amarillo y la lucha en el barro. Antes triunfaban el puenting
y el parapente”.
En ciudades costeras como Gijón, las salidas acuáticas
marcan el tono de la escapada: descenso del Sella en canoa (está en el río),
viajes en barco, motos de agua… En total, la farra sale por entre 100 y 200
euros, aproximadamente. “Resulta complicado adivinar por qué Gijón atrae a las
despedidas: puede ser la playa, la fama de la noche, la comida…”, apunta
Alejandro Ruiz, de Espectáculos Ruiz, agencia que en temporada alta organiza
“entre 20 y 40” celebraciones cada fin de semana. Para este empresario, con 17
años de experiencia en el sector, “el panorama ha cambiado mucho”. No tanto por
la dinámica de la fiesta, que continúa en la misma línea, sino por el nivel de
estructura y planificación que ha adquirido, hasta tal punto que han comenzado
a brotar compañías ilegales que ofrecen servicios y actividades sin contar con
los preceptivos permisos. Con 163.430 bodas en 2018 según el INE, todo indica
que se trata de un negocio lucrativo. “Antes no existían estos restaurantes
donde se juntan tantos grupos. Se llevaba más cenar en privado y contratar un
espectáculo”, explica. Lo que tampoco ha variado a lo largo de los años es el trasfondo
de la liturgia: se festeja el fin de la soltería, no lo contrario. Las
cacareadas despedidas de divorcio parece que aún no tienen salida. “Yo he
escuchado hablar de ellas”, concede Ruiz, “pero lo cierto es que todavía no
hemos hecho ninguna”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario