Poco después de instaurarse la Revolución comunista de 1917, un comisario
de Lenin se dedicó a perseguir a la Iglesia, convencido de que podía erradicar
sus casi dos mil años de historia de un plumazo. Este fue su episodio más
rocambolesco
Cinco años después del episodio que les vamos a
contar, su protagonista, Anatoly Lunacharski, aseguró: «La religión es como un
clavo. Cuanto más se la golpea en la cabeza, más penetra». El comisario de
Instrucción Pública de Lenin llevaba cinco años dedicado
en cuerpo y alma a perseguir a la Iglesia, convencido de que podía erradicar
sus casi dos mil años de historia de un plumazo. Desde el triunfo de la
Revolución Rusa, en 1917, apoyado por el aparato del recién creado estado comunista,
se dedicó a destruir
monasterios, decapitar y quemar efigies del Papa Benedicto XV en
pomposas performances públicas, confiscar bienes eclesiásticos y
ridiculizar a los apóstoles en procesiones simbólicas.
Lunacharski, durante su estancia de incógnito en París, en 1930- ABC
El ataque más rocambolesco e insólito de todos se
produjo a comienzos de 1918, con el llamado «Juicio del Estado Soviético contra
Dios». El episodio coincidió con el comienzo de la época iconoclasta de la
URSS. El zar Nicolán II había sido derrocado un año antes, aunque faltaban aún
seis meses para que fuera fusilado y acuchillado junto a su familia.
En esta vorágine de acontecimientos se organizó en
Moscú un tribunal popular al que el primer Gobierno bolchevique declaró absolutamente competente para juzgar al Todopoderoso por sus
«crímenes contra la Humanidad» y «genocidio». Su presidente fue precisamente
Lunacharski, el mismo que declaró en su libro «Religión y socialismo» que «Karl
Marx es el profeta más grande del mundo». Uno que, decía, «ya no necesita hacer
referencia a Dios, ya que la nueva sociedad no está basada en un pacto con él».
Un juicio «divino»
El 16 de enero de 1918 fue el día elegido para que se
celebrara aquel acto sin precedentes que se alargó durante cinco horas y fue
presenciado por una gran cantidad de público. A simple vista no parecía haber
diferencias entre aquel juicio «divino» y otro terrenal. Los detalles estaban
perfectamente cuidados, como si de un proceso legal se tratara, con una Biblia en el banquillo
de los acusados.
En primer lugar se produjo la lectura de todos los
delitos que el pueblo ruso, en supuesta representación del resto de la especie
humana, atribuía el «reo». Los fiscales presentaron una gran cantidad de
pruebas basadas en testimonios históricos, según los cuales la imputación
principal estaba clara: Dios era culpable. Los defensores designados por el
Estado soviético, por su parte, aportaron pruebas de su inocencia. Llegaron
incluso a pedir la absolución del acusado, alegando que padecía una «grave
demencia y trastornos psíquicos» y que, por lo tanto, no era responsable de los
hechos que se le achacaban.
Lunacharski no era exactamente un ignorante en lo que
a cuestiones religiosas se trataba. Todo lo contrario. El presidente del tribunal
había aprovechado sus años en París y las largas temporadas que había pasado en
la cárcel antes de 1917, para estudiar intensamente
la historia de las religiones. De ahí surgió la idea de su ensayo «Religión y
socialismo», cuya intención no era otra que incorporar al marxismo los
preceptos sobre la salvación humana que encontró en el cristianismo. Esto
provocó una violenta condena por parte de sus camaradas del partido comunista
ruso, algunos de los cuales acabaron convirtiéndose en sus enemigos.
Cinco horas de apelaciones
Tras cinco horas de testimonios, apelaciones y
protestas, el tribunal declaró finalmente «culpable» a Dios de los delitos por
los que era juzgado. A continuación, Lunacharski leyó la sentencia: el Señor
era condenado a muerte y debía ser fusilado a la mañana siguiente. Hasta
entonces, sus abogados no tendrían derecho a interponer ningún tipo de recurso
ni establecer el más mínimo aplazamiento. Al amanecer, un pelotón llevó a cabo
los deseos del juez disparando varias ráfagas al cielo de Moscú.
Pocos años después, entre 1923 y 1929, la astucia del
pensamiento bolchevique aconsejó no repetir este tipo de actos ni la
persecución abierta contra la Iglesia de los años anteriores. El mismo
Lunacharski condenó los excesos cometidos en este sentido. Lo hizo poco antes
de morir, el 26 de diciembre de 1933, justo durante su viaje a España, donde
acudía para ocupar el cargo de embajador ruso en la Segunda República.
ISRAEL VIANA
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