Los tsaatan son los últimos
nómadas que crían renos en la taiga y se aferran a sus costumbres, pero la
deforestación que causan y la caza de especies amenazadas los enfrenta al
Gobierno de Mongolia
Los tsaagan talan árboles crear las estructuras que
necesitan para instalar sus tipis (cabañas) y a los renos. ZIGOR ALDAMA
No es fácil
llegar hasta donde viven los tsaatan. Desde el aeropuerto de la ciudad mongola
de Murun, el más cercano, primero hay que conducir día y medio por pistas de
tierra hasta la fantasmagórica localidad de Tsagaan Nuur, muy cercana a la
frontera con Rusia. Y luego, desde allí, todavía es necesario montar a caballo
durante varias horas a través de la taiga siberiana, siguiendo a un miembro de
esta etnia que apenas suma 250 personas. Eso sí, a los tsaatan se les oye antes
de verlos. Porque las sierras eléctricas que utilizan para talar árboles los
delatan a cientos de metros de distancia.
Precisamente, ahí reside uno de los principales
elementos de fricción entre los tsaatan y el Gobierno de Mongolia. Aunque se
trata de una comunidad que sorprende por su minúsculo tamaño, su huella
ecológica es muy superior a la de cualquier otro grupo social del país. En gran
medida, eso se debe al hecho de que se aferra a sus costumbres ancestrales. Y
no todas están en perfecta sintonía con la naturaleza.
Lo demuestra Galaa Munkhuu, un hombre de mediana edad
que tala árboles con gran pericia. “Ahora que comienza el frío, nos mudamos a
un nuevo asentamiento a menor altura. Así que tenemos que abrir un claro en el
bosque para levantar nuestros tipis —tiendas
de campaña con estructura cónica similares a las de los nativos americanos— y atar a los renos juntos”, explica durante
unos minutos en los que descansa fumándose un cigarrillo.
A su alrededor, varios troncos han sido reducidos ya a
madera para quemar. “Necesitamos combustible para calentarnos y cocinar, pero
solo talamos los árboles más viejos”, justifica. A 10 grados bajo cero, y eso
que todavía es otoño, aquí el intenso frío solo se combate con fuego.
La mayoría de las familias cuenta con placas solares que proporcionan
electricidad suficiente para alumbrar una bombilla de bajo consumo
El problema está en que, como reconoce Munkhuu, los
tsaatan no plantan absolutamente nada. Son unos deforestadores natos cuya vida
gira en torno a los renos que crían. “Son animales relativamente delicados que
tienen que moverse constantemente porque el musgo que comen es escaso”, comenta
Dannajav Gambosed, otro miembro de la comunidad presente en el trabajo de
campo. “Llevamos viviendo así desde hace siglos y, aunque cada vez somos menos,
no tenemos intención de cambiar”, cuenta con orgullo y una mirada desafiante.
El ministerio de Medio Ambiente, sin embargo, sí busca
que los tsaatan modifiquen algunas de sus costumbres. Por un lado, para
conservar el entorno, ha creado diferentes zonas protegidas en las que se les
prohíbe entrar. Es una batalla perdida, porque en Mongolia es imposible
controlar todo el territorio. No en vano, se trata del país con
menor densidad de población del mundo: de media, en
cada kilómetro cuadrado apenas viven dos personas. En las montañas del norte,
además, el denso bosque boreal se antoja como el perfecto escondite para
cualquier grupo social pequeño. Pero los tsaatan temen al medio centenar de
guardas forestales que, dicen, se emplean a fondo en su trabajo.
Por otro lado, para evitar que especies amenazadas
terminen extinguiéndose, el Gobierno prohíbe terminantemente su caza, algo que
los tsaatan han hecho desde siempre. “El comercio de la carne de reno está
prohibido también, así que las opciones para alimentarnos son reducidas. Sobre
todo, cazamos zorros, conejos, y lobos”, explica Gambosed. Las Autoridades
aseguran que también matan linces, cabras montesas, y osos. Algunos han sido
incluso acusados de dar caza al rarísimo leopardo de las nieves, pero Gambosed
niega tajantemente que los tsaatan sean una amenaza para la naturaleza.
“Tratamos de respetar las normas que se nos imponen, y, al depender por
completo de ella, siempre la hemos cuidado”, afirma.
Pero algunos cambios sí que se vislumbran ya. La
mayoría de las familias cuenta con placas solares que proporcionan electricidad
suficiente para alumbrar una bombilla de bajo consumo y, en el mejor de los
casos, para entretener a la familia que permanece unida frente al televisor. La
mayoría también ha sustituido las pieles que solían utilizarse para forrar el
tipi por telas y plásticos que mejoran la impermeabilización, pero la mayoría
se resiste a utilizar bostas o carbón para calentarse, como hace el resto de
los nómadas de Mongolia, y continúa utilizando madera. “Recoger los excrementos
de los renos es complicado, porque son mucho más pequeños que los de las vacas
y están mucho más dispersos que los de las ovejas”, justifica Munkhuu.
Es evidente que los tsaatan se ponen a la defensiva
cuando se les pregunta por su impacto ecológico. Y contraatacan afirmando que
es su forma de vida la que está en peligro de extinción por culpa de las
políticas gubernamentales de la última década. “Tradicionalmente, nuestra tribu
se ha movido libremente por Rusia. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial,
la mayoría de nuestros miembros se refugió en Mongolia para evitar el
reclutamiento. Después de aquella contienda, las fronteras se delimitaron de
forma mucho más estricta y nuestros antepasados decidieron quedarse en este país,
aunque eso suponía limitar mucho el territorio por el que nos movíamos
libremente”, cuenta Gambosed.
Los tsaatan
afirman que su forma de vida está en peligro de extinción por culpa de las
políticas gubernamentales de la última década
Otros tsaatan entran en el tipi y se suman a la
conversación. Todos subrayan su preocupación por la supervivencia de su cultura
e inciden en cómo el número de integrantes de su tribu ha caído de mil a menos
de 300 en las últimas décadas. Critican que, en 2011, el Gobierno restringió
notablemente las zonas en las que pueden acampar y cazar con la creación del Parque
Tengis-Shishged, y aseguran que eso ha supuesto un duro golpe para su
forma de vida.
Consciente de eso último, Mongolia aprobó en 2014 una ley para
proteger el patrimonio cultural que permite a
los tsaatan cazar. Pero establece tantas restricciones que muchos prefieren
abstenerse por miedo a ser castigados, ya que la mayoría no entiende el texto
legal. Aquel año, el Gobierno de Mongolia también comenzó a ofrecer a los
tsaatan el equivalente a 55 euros al mes como compensación, pero los
beneficiarios aseguran que no es suficiente. “Cada vez es más difícil alimentar
a nuestras familias y a los renos. El territorio por el que nos podemos mover
es cada vez menor, y lo que ha aumentado es nuestra dependencia del exterior. No
creo que sobrevivamos dos generaciones más”, comenta un hombre que prefiere no
dar su nombre.
Gambosed, sin embargo, se muestra más optimista. “Hay
una tradición que nos salvará: la que requiere al primogénito varón que se
encargue de cuidar del rebaño y que dé continuidad al linaje”, sentencia. No
obstante, la gente joven brilla por su ausencia. La mayoría de los pobladores
de esta comunidad compuesta por una docena de familias son niños y mayores. A
partir de la adolescencia, los jóvenes vuelan. Van a estudiar a la ciudad, y
muchos echan raíces. El propio Gambosed tiene a su hija en la capital, Ulán
Bator, y reconoce que no está seguro de que vaya a regresar. “Pero nuestro hijo
continuará con la tradición”, afirma convencido. A su lado, el joven permanece
callado. En un tipi cercano, el pequeño Tuguldur Bayandalai reconoce que
disfruta jugando con los renos, pero que echa de menos el calor de los
edificios de la ciudad y a los amigos de la escuela.
Munkhuu es uno de los pocos treintañeros de la
comunidad. Y hace menos de un mes que se ha casado con su mujer, Uuganaa
Barkhuu, que todavía está en la veintena. Ambos son tsaagan —los matrimonios interétnicos son todavía raros
en esta comunidad—, y aseguran que la
ciudad no les tienta. “No tenemos formación y no sabríamos vivir de otra forma
que no sea en la naturaleza”, cuenta ella en un susurro.
Ambos han encontrado en la artesanía una nueva fuente
de ingresos, y aseguran que el incipiente turismo, aunque todavía en su
infancia, puede ser una buena alternativa a la economía de subsistencia que
caracteriza a la tribu y la hace especialmente vulnerable. “Sobre todo en
verano, extranjeros de todo el mundo vienen a conocer nuestra forma de vida y
hacemos algo de dinero cobrando por alojarse en nuestros tipis o por
excursiones por la taiga”, explica él. En el suelo, varios objetos producidos
con hueso de reno esperan a tomar forma para convertirse en peculiares souvenires.
Algunas familias van más allá y en los meses más
cálidos se mudan hasta el lago Khovsgol, uno de los principales atractivos
naturales de Mongolia, para estar más cerca del turismo. Allí cobran el
equivalente a dos euros por fotografiarse con sus renos y algo más por montarse
en ellos, algo que no agrada a todo el mundo. “No es el mejor entorno para
estos animales, que son originarios de zonas mucho más frías. Se llevan hasta
el lago únicamente para que los pastores puedan beneficiarse del turismo, razón
por la que Intrepid Travel desaconseja estas actividades”, contó el director de
la agencia de viajes en Mongolia, Timur Yadamsuren, a la cadena
CNN.
Lograr el equilibrio entre la protección de la frágil
taiga siberiana y la preservación de la cultura tsaagan parece ahora misión
imposible. A diferencia de tribus que viven completamente aisladas del resto
del mundo, como la de
Sentinel del Norte en India, los tsaagan están
expuestos a un proceso de globalización que incluso en Mongolia coge fuerza.
Sería lamentable que terminasen convirtiéndose en parte de un zoológico humano
para turistas, como ha sucedido con diferentes minorías étnicas de la vecina
China y del sudeste asiático, pero también es cierto que su particular estilo
de vida supone una amenaza para el delicado ecosistema de la taiga, amenazado
ya por el cambio climático. “El futuro siempre es incierto”,
se encoge de hombros Gambosed.
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