«Rastreo de contacto», «población de alto riesgo»,
«mayores de 75 años»... El coronavirus ha inoculado en nuestro lenguaje
diversas y macabras connotaciones a expresiones con las que nos hemos
familiarizado a fuerza de amenaza, pero hay una de ellas en la que parece
concentrarse toda una serie de miedos y prejuicios, un concepto con el que los
países de cultura más luterana hacen palanca para justificarse ante los otros,
aparentemente menos rigurosos, en los que el virus Covid-19 prende hasta
incendiar sistemas sanitarios enteros. Se trata de un perfil social que eleva a
la «n» la capacidad de la pandemia y del que, quien más, quien menos, todos
huimos hoy como alma que lleva el diablo: el «super spreader».
Un «súperpropagador» es alguien que «infectará
desproporcionadamente a un gran número de personas» porque «difunde el virus de
manera más eficiente que el resto», define Manisha Juthani, especialista en
enfermedades contagiosas de Yale Medicine, en la revista Health. «Sabemos por
nuestra experiencia con muchas enfermedades infecciosas que un pequeño grupo de
personas a menudo son responsables de la mayoría de los eventos de transmisión,
personas que pueden infectar a otras más fácilmente por su carácter, por su
forma de vida, y estas personas se llaman super-spreaders». Se trata a menudo
de individuos a los que, todavía a finales de enero, casi todos deseábamos
parecernos: líderes sociales con una nutrida red de contactos, personas
extrovertidas, atractivas sexualmente y con don de gentes, esas hacia las que,
en cuanto entran en un espacio, gira el resto de asistentes. Ahora, que el
código moral impuesto por la pandemia premia al carácter introvertido y
aislado, ahora que la capacidad para la quietud se reconoce como virtud en
contraposición a la necesidad de movimiento, el super spreader se ha convertido
en el enemigo público número uno.
Un perfecto ejemplo lo constituye el guapísimo
camarero alemán del Kitzloch, la cervecería de la estación de esquí austriaca
de Ischgl, desde cuyo grifo se ha extendido el coronavirus por los cinco
continentes. Ischgl es una población tirolesa de apenas 1.600 habitantes pero
con 10.000 camas de hotel, la «Ibiza del esquí», que ha desplazado a St. Anton
como la localidad de moda en Europa para beber, ligar e incluso esquiar.
Alrededor de medio millón de visitantes pasa por allí cada invierno y todo el
mundo sabe que la diversión más intensa no está en las pistas, sino en el
Kitzloch, un local apre-ski, en cuyas paredes cuelgan fotos de ilustres
clientes, como Elton John, Rihanna y Enrique Iglesias. Para caldear la noche,
arranca el juego enseña del establecimiento, el «beer pong». Consiste en que el
citado guapísimo camarero, de 24 años y residente en Insbruk, evidentemente
carismático y con la capacidad de animar la fiesta, se introduce una bola de
ping-pong en la boca y, sirviéndose de un impulso con la lengua, la expulsa con
suficiente velocidad y puntería como para encestar en la jarra de cerveza de
alguna agraciada joven, sobre la que adquiere cierto derecho de roce y que a su
vez tiene derecho a utilizar la misma bola para intentar alcanzar la jarra de
cerveza de algún otro y posiblemente desconocido cliente.
El pasado 24 de febrero, el camarero de nuestros
suspiros fue hospitalizado, después de haber infectado con coronavirus a otras
24 personas solo en su entorno más cercano. El 29 de febrero, las autoridades
de Islandia advirtieron que los 15 turistas de un grupo que acababan de
regresar de Ischgl habían dado todos positivos. Mientras el propietario del
Kitzloch, Bernhard Zangerl, protestaba contra la decisión de cerrar el local el
7 de marzo, en las redes sociales se difundían los vídeos de las fiestas más
salvajes del mes. Desde cuatro continentes se han reportado casos de coronavirus
vinculados a Ischgl. Solo Noruega, Dinamarca, Islandia y Alemania han rastreado
más de 500 contagios hasta el Kitzloch, que después han seguido expandiendo el
virus en sus territorios.
Primeros vacunados
En Italia, el 21 de febrero, un corredor de maratón de
38 años, Mattia, manager directivo de la multinacional Unilever y experto en
gestión de equipos, un hombre de éxito social, laboral y familiar, acudió al
centro médico de Codogno, población de 16.000 habitantes. Tres días después,
cuando recibió el resultado positivo de la prueba de coronavirus, había
infectado ya a su mujer embarazada, 3 amigos, 8 profesionales del centro médico
y al menos 27 personas de su entorno laboral. Figura como el primer contagiador
de Lombardía, región de 10 millones de habitantes en la que las muertes superan
ya las 3.000.
En India, las autoridades han identificado como «super
spreader» al predicador Baldev Singh, un carismático predicador de 70 años que,
después de viajar a Italia y Alemania, había acudido al festival sij de Hola
Mohalla, en el que atrajo a unas 10.000 personas. Las autoridades de Arvind
Chhabra le atribuyen al menos 640 casos confirmados y la responsabilidad por
haber tenido que confinar a 40.000 habitantes.
Pero la existencia de los súper propagadores estaba ya
demostrada antes del coronavirus. El Imperial College London realizó hace dos
años un experimento dirigido por la Dra. Hannah Fry, matemática investigadora
del comportamiento humano, que comenzó en Haslemere, Surrey. Casi 500 personas
descargaron una aplicación y continuaron con su vida cotidiana, describiendo el
patrón de contagio. La aplicación indicó qué personas, por su modo de vida y
carácter más sociable, esparcían el virus con más eficiencia y deberían ser,
por tanto, los primeros vacunados en un hipotético entorno de escasez de
vacunas. En una fase posterior del estudio, otros 29.000 voluntarios
descargaron la misma aplicación en todo el país, y el virus virtual llegó a 43
millones de británicos, matando a 886.000 en cuestión de pocos meses. «Nuestra
aplicación nos permitió identificar superspreader en Haslemere que coincidían
con una forma de vida más sociable, pero en un espectro más amplio, en el mundo
real, las personas que trabajan en lugares concurridos como escuelas,
hospitales o estaciones, también son superspreader, sea cual sea su forma de
vida», asegura la doctora Fry.
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