La pandemia, que ha causado
ya más de 70.000 muertos en Brasil, se suma a los peligros que acosan a esta
tribu de la Amazonia
Integrantes del pueblo yanomami cargan a sus bebés, en la región de
Surucucu, municipio de Alto Alegre, estado Roraima (Brasil), a comienzos de
julio.Joédson Alves / EFE
Los yanomami de Brasil solo ponen nombre a un hijo
cuando este se vale por sí mismo. Hasta entonces es conocido como hijo de… Y
únicamente cuando el crío es autónomo, se plantean tener el siguiente. El
secreto de estos indígenas de Amazonia para espaciar la prole son plantas
anticonceptivas que obtienen en la mayor selva tropical del mundo. Así lo han
hecho durante siglos. El contacto con los blancos rompió el equilibrio de
muchos otros aspectos de sus vidas y además les trajo enfermedades desconocidas
cuya encarnación más reciente es el
coronavirus.
La plaga, que se extiende veloz por el interior de
Brasil, acecha los rincones más remotos de la Amazonia que desde el aire es un
tupido tapiz verde cuarteado por inmensos ríos de agua marrón rojizo. Centeno
Batista, de 32 años, está con su madre y otros parientes en la cola para que
les hagan un test de covid-19 en su aldea, Waikas, ubicada en territorio
yanomami. Batista espera sentado bajo un toldo mientras enfermeros militares,
traídos en un helicóptero Black Hawk, les sacan una gotita de sangre para el
test. El resultado sale en minutos. Negativo.
Según estos análisis de fiabilidad limitada, Waikas
está libre de infección. Un alivio para Batista, al que el bicho que ha
revolucionado el planeta también le ha trastocado la vida. Él por de pronto no
piensa regresar a la ciudad, a Boa Vista, capital de Roraima. Queda a hora y
media de vuelo o dos semanas de navegación. “Tengo mucho miedo de ir a la
ciudad porque allí me puedo contagiar y podría morirme”, explica este indígena
en el español aprendido de niño al otro lado de la frontera, en Venezuela. Fue
en la ciudad donde supo hace un par de meses, al ver las noticias, que una
nueva enfermedad de los blancos está matando a miles de personas en Brasil y
hasta en China.
El pueblo, el apellido
Hacer test rápidos de coronavirus a la población de
tres aldeas yanomami —son 300 al total— es parte de una operación realizada la
semana pasada por las Fuerzas Armadas brasileñas con varios objetivos:
comprobar si la epidemia ha llegado hasta allí, reforzar la atención médica con
el traslado de personal sanitario para pasar consulta unas horas, entregar
alimentos y mejorar la imagen de los militares tanto dentro como fuera de
Brasil. Cuál era el asunto prioritario depende de si una pregunta a los
defensores de los indígenas o al Gobierno, que ha movilizado a 34.000 soldados
contra la epidemia y otros 3.000 contra la deforestación.
El viaje, organizado por el Ministerio de Defensa
entre el 29 de junio y el 1 de julio, y en el que participaron varios medios,
incluido este periódico, ha causado polémica en Brasil. Como muestra de que la
defensa de la cultura milenaria no está reñida con las tecnologías, Roberto y
Paraná Yanomami acusan a las autoridades, en un vídeo
difundido en Twitter, de no haberles consultado sobre la visita y de que
“los desconocidos han traído la covid”. “No queremos ser propaganda del
Gobierno”, sentencia el segundo. El portavoz del ministerio de Defensa, el
almirante Carlos Chagas, recalca que participar en el viaje requirió dar
negativo en un test de coronavirus. (A los periodistas se les exigió una PCR).
En gobiernos anteriores, las exigencias de exámenes médicos eran mucho mayores.
Todos los yanomami se apellidan como su pueblo. Y de
nombre eligen una palabra que les guste, o una sigla. DC3 Yanomami —como la
aeronave de carga— es de los que cree que el coronavirus “se ha quedado en Boa
Vista”. Lo cuenta en la base de Surucucú, cerca de su aldea, mientras unos
adolescentes juegan al voleibol y otros disfrutan como locos saltando en una
cama elástica. Llega después la hora del trueque. Los yanomami intercambian
lanzas por pastillas de jabón con los militares y algún periodista. Terminadas
las consultas, los médicos recogen su equipamiento mientras se anuncia el
reparto de cestas básicas —con alimentos tan ajenos a la dieta de estos
indígenas como arroz, frijoles o patatas fritas—. La aglomeración que se crea
es más que notable para espanto del personal sanitario que atiende el
ambulatorio de la aldea.
Personal de una brigada militar de salud revisa a niños del pueblo
yanomami.Joédson Alves / EFE
Bolsonaro nunca ha ocultado que su prioridad en la
Amazonia es explotar el tesoro mineral y maderero de las entrañas de la selva,
además de defender la soberanía brasileña del territorio. Pero el Gobierno sabe
bien que las cuestiones indígena y ambiental son mucho más relevantes en las
relaciones diplomáticas brasileñas de lo que le gustaría. Por eso multiplica
los gestos ahora que comienza la época de incendios que en agosto pasado indignó
al mundo. El lenguaje delata a algunos altos mandos militares cuando se
refieren a los indígenas reiteradamente como primitivos.
Parte de los indígenas de las tres aldeas, al
enterarse de que llega la visita, se interna en el bosque por pavor al contagio.
Auto confinarse es una de las estrategias tradicionales para defenderse de las
epidemias que han diezmado a los suyos desde hace siglos. La última vez en los
ochenta. Los yanomami están entre los indígenas brasileños más famosos porque
son uno de los mayores grupos, fueron contactados hace solo unas décadas y
siguen relativamente aislados. Mantienen un enorme apego a sus tradiciones.
Bajo sus pies, una tierra en que legalmente pueden vivir según la Constitución
brasileña, y contiene valiosos minerales que los garimpeiros (mineros) explotan
ilegalmente. En el vuelo hasta Waikás, es posible ver un campamento con todo lo
necesario para extraer el botín.
La enfermedad en avión
Rivamar Tuxaba, que al preguntarle la edad en
portugués responde que nació en 1977, está aterrado de que la enfermedad llegue
en uno de los aviones que aterriza junto a su aldea. A rincones tan aislados
como este solo llegan las Fuerzas Armadas (prácticamente la única presencia del
Estado por aquí), las ONG, los que deforestan o los garimpeiros. Dice Tuxaba
que, si el bicho se cuela en su casa, matará a su esposa, a sus padres, a sus
dos hijos adolescentes, a sus hermanos, nueras, yernos, sobrinos… a todos los
que viven bajo el mismo techo. Seguir las recomendaciones más básicas, como el
aislamiento social, lavarse las manos o llevar mascarilla —las que el mismísimo
presidente Jair Bolsonaro desoye sistemáticamente— es casi imposible. Aquí toda
vida es comunitaria. Duermen, comen, cazan, se desplazan y juegan en grupo.
Incluso cuando alguien cae enfermo y es evacuado a la ciudad, no se va solo.
Toda la familia se traslada con él en el avión que hace las veces de
ambulancia.
Muchas de las familias de la aldea de Surucucú caminan
varias horas desde sus casas, sus cultivos de mandioca y los bosques donde
cazan hasta la base militar, donde ese miércoles reciben mascarillas que todos
se ponen de entrada y muchos se quitan pronto. Vienen a ver a los médicos, al
dentista, el pediatra o la ginecóloga, que solo llegan una vez al año. “Aquí no
hay coronavirus. Aquí tenemos diarrea, lombrices, tuberculosis, neumonía…”,
proclama Tuxaba. Descalzos casi todos, ellas llegan con sus bebés en brazos y
el cuerpo adornado por lanas de color fucsia; ellos, con sus lanzas, arcos,
flechas y pantalón corto. Pinturas rojas o negras decoran el cuerpo de algunos.
La consulta lleva su tiempo porque la comunicación
médico paciente solo es posible gracias a intérpretes locales. Si algo
caracteriza a los pueblos indígenas es su diversidad. Distinto aspecto,
vestimenta, idioma, cultura… El resto del año, los yanomami reciben atención
básica en una red de ambulatorios con un millar de sanitarios del área de salud
indígena del Gobierno federal.
Balances y cloroquina
El ministro de Defensa, el general Fernando Azevedo,
desembarca en Surucucú fugazmente. Declara victoria. Dice que, como los 209
testados en las tres aldeas han dado negativo, la epidemia está bajo control
entre los Yanomami. Si una amplía el foco, los datos oficiales indican que
entre los 800.000 indígenas de Brasil el coronavirus ha matado a 166 y
contagiado a 751. Las asociaciones que representan a los pueblos nativos elevan
los fallecidos a 412 porque incluyen también a los que viven en ciudades. La
extrema vulnerabilidad de esta minoría en aldeas y ciudades preocupa más allá
de Brasil, en otros países con los que comparte la Amazonia, como Perú o Colombia.
Los cuatro yanomami brasileños fallecidos por la
pandemia perecieron en la ciudad. Según el secretario especial de Salud
Indígena, el coronel Robson da Silva, “gracias a Dios y a la acción preventiva
no está teniendo aquel impacto que pronosticaban que iban a ser diezmados.
Tenemos aldeas con transmisión comunitaria en otras zonas. Estás regiones no
son herméticas, venden lanzas, hacen trueque, venden açai… El lockdown
es imposible. Si cierras el río, hay un riachuelo, si cierras la carretera un
sendero”, explica bajo una de las disputadas sombras.
Las cifras de fallecidos indígenas palidecen ante las
mil nuevas muertes diarias que colocan a Brasil como el segundo país más
golpeado del mundo. Suma más de 70.000 decesos y cerca de 1,8 millones de casos
confirmados. Pero Douglas Rodrigues, profesor jubilado de la escuela de Salud
Indígena de la Universidad Federal de São Paulo, advierte en una entrevista
telefónica de que la pandemia “está en sus inicios en las aldeas. Eso va
fermentando y va a explotar”. La plaga empieza a llegar a los pueblos de
reciente contacto, añade, e incluso a zonas donde viven indígenas aislados, de
los que no quieren saber nada de otros pueblos. Para Rodrigues, “la respuesta
del Gobierno federal llega con retraso a apagar un incendio, esta pandemia
expone la fragilidad del sistema de infraestructura sanitaria y de personal por
el recorte de gastos”. Las organizaciones de indigenas y las que batallan por
sus derechos llevan meses alertando febrilmente de que el coronavirus puede
causar un genocidio” en estas comunidades.
En el polarizado Brasil, donde las cuarentenas, los
cubrebocas y la cloroquina están totalmente politizados, la propia visita de
los militares con periodistas y la inclusión del controvertido medicamento
entre las cuatro toneladas de suministros entregadas en las aldeas ha levantado
ampollas y detonado la apertura de una investigación por parte de la Fiscalía
federal. El Gobierno afirma que los miles de comprimidos de cloroquina no son
para tratar covid-19, sino para la malaria, endémica en esta región.
El virus es solo la más reciente de las amenazas que
acechan a los yanomami, unas 26.000 personas repartidas en 300 aldeas que
habitan un territorio vastísimo, mayor que Portugal. Una fiebre del oro derivó
en los noventa en una invasión de garimpeiros que causó la muerte de cientos de
yanomamis. Aún hoy las invasiones de blancos son uno de los principales
problemas. No solo porque les roban riquezas que les pertenecen, sino porque
además el mercurio utilizado para separar los minerales de la tierra contamina
los ríos, con lo que intoxican a los lugareños y la pesca merma.
Mineros ilegales
Coincidiendo con el viaje, se multiplican los gestos
políticos y propagandísticos. El 3 de julio fue detenido en las tierras
yanomami con dos kilos de oro un garimpeiro condenado por una matanza de
indígenas en los noventa. Justo el mismo día que el vicepresidente, el general
Hamilton Mourão, recibe en Brasilia al líder indígena Dario Kopenawa. Los
yanomami exigen a los poderes públicos que expulsen inmediatamente a los
mineros ilegales porque ahora son, además, un riesgo sanitario. “Están llevando
la xawara (epidemia) para dentro de nuestras aldeas”, denuncia Kopenawa, que
reclama al Estado que movilice todos los recursos necesarios para echar a todo
garimpeiro no indígena. La antropóloga Manuela Carneiro da Cunha, de la
comisión Arns de Derechos Humanos, sostiene que en esta pandemia el Gobierno
federal no solo ha hecho dejación de sus responsabilidades, sino que la agrava.
“El discurso del presidente [Bolsonaro] alienta la deforestación, además del
grilagem (la falsificación de documentos para apropiarse de tierras), la
minería (ilegal) y el robo de madera de tierras indígenas”, detalla.
Bolsonaro, un capitán retirado, es un firme defensor
de la idea que en los setenta llevó a los militares a colonizar la Amazonia con
carreteras y colonos; y de explotar las riquezas aunque eso dañe
irremediablemente el bosque tropical con mayor biodiversidad del mundo, que
juega un papel crucial en la batalla contra el calentamiento global. Con la
deforestación disparada y un presidente cuya política ambiental e indigenista implica
debilitar los órganos de protección y fiscalización, la imagen exterior de
Brasil se ha desplomado. Con Bolsonaro al frente, es el villano ambiental.
Tres bebés yanomami, el hijo de Taisa, el hijo de
Lucita y el hijo de Remo —aún demasiado pequeños para tener nombre propio—,
fallecieron en las últimas semanas en la ciudad, en Boa Vista. Y fueron
enterrados en el cementerio local contra la cultura de este pueblo que, como recordó la columnista de este diario Eliane Brum al revelar el caso, incinera a los suyos en la aldea antes de celebrar un elaboradísimo
ritual de despedida en el que participa toda la comunidad. Las autoridades
argumentan que fue una decisión de salud pública en tiempos de pandemia.
Da Silva, secretario de Salud Indígena del Gobierno
Bolsonaro, explica los motivos durante el viaje sanitario-militar: “No sabemos
cómo se comporta esta enfermedad. En caso de que una persona muera [de covid],
el Ayuntamiento tiene que enterrarla inmediatamente. ¿Qué hubiera pasado si
esos bebés vienen y contagian a todo el mundo? Es una tragedia.
Desgraciadamente, tuvimos que renunciar a esa cuestión cultural, que también es
espiritual, en favor de la comunidad. No fue arbitrario. Tan pronto como sea
posible serán devueltos a las madres, estamos conversamos con los líderes”.
Asegura que han enviado emisarios a las aldeas para explicar a los lugareños
que si alguno de ellos muere de covid van a tener que esperar para recuperar el
cuerpo. La antropóloga critica lo sucedido: “Es mucho más que ilegal, es
inhumano. Es imperativo respetar las prácticas indígenas”.
Una de las consecuencias es que los yanomami son cada
vez más reacios a ser evacuados a los hospitales. Cuando uno de ellos muere,
los suyos comienzan un luto que solo termina cuando el cuerpo es incinerado,
debidamente recordado y despedido. Sus cenizas son mezcladas con gachas de
plátanos e ingeridas por sus parientes. Solo entonces se cierra el círculo de
la vida.
Surucucú (Brasil)
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